Cuentos

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El cencerro de las vacas de Mariano

...no hay mejor agua en todo el pueblo
que no sea la de esa fuente.
Mariano Soto Rueda

Anguiano

En eso, vino un olor a madreselvas y me volví. “Se va a quedar usted pasmado con este frío tan cerca del agua” —me dijo la mujer que pasó por ahí a mi lado sobre el puente, llevando en la cabeza un pañuelo idéntico al que llevaba mi abuela en mi sueño de anoche.
Mariano se rasca la nuca, levanta el dedo índice, mira hacia Cuevas, saborea un poco más de vino, hace memoria, se ríe con anticipación, y me cuenta otro de sus chascarros. Entonces nos reímos los dos. Sin decirle nada, yo se lo agradezco aunque creo que, con sus recuerdos desdibujados y borrosos como los tiene, a veces, no siempre, Mariano confunde los personajes, mezclando irremisiblemente sus historias.
Como la de esos maquis amigos suyos huidos a las peñas y riscos de allá arriba de los que yo le ruego me cuente detalles. Pero Mariano insiste en que no fueron maquis, sino sólo unos cuatro o cinco chavales asustados después de la guerra, pobres diablos desamparados sin trabajo, zarrapastrosos y con hambre, dice él, cazando jabalíes, corzos y conejos. De cualquier modo nunca volvieron.

No puedo recordar la primera vez que oí hablar de Anguiano... Era tan natural como lo era respirar o levantarme en la mañana y tomar desayuno antes de irme a la escuela. Sin embargo, no fue antes de casi cumplir cincuenta años que pisé por primera vez sus calles y crucé por primera vez el puente de la Madre Dios que lo separa —o une— con el barrio de Cuevas, allí donde nació mi padre.

Esta mañana muy temprano, como Tomasa, también yo me detuve en el puente. El agua, río abajo en la quebrada, pasaba silenciosa, transparente y casi quieta; sí, de acuerdo, hermosa. Pero sola, lejana, muda y, como a Tomasa, sin darme ninguna respuesta. Debía de ser temprano pues mis botas estaban empapadas de rocío al salir yo del soto y me dolían las manos, aún heladas y entumecidas, cuando la vi de lejos a ella lavando de rodillas sus ropas en el lavadero comunal. Aunque no pude verle la cara al principio, sino sólo su espalda y su cuello, supe enseguida que era mi abuela de joven, aun antes de que naciera mi padre y que cuatro años después muriese su marido de un cólico miserere.

El pañuelo de seda blanco sobre su cabeza, aunque atado fuertemente a su nuca con un nudo doble, dejaba ver los dos tupidos mechones negros y ensortijados que, cayendo sobre sus pechos, seguían el ritmo sincopado y enérgico de sus hombros y brazos, trabajando sobre la enagua de lino hosco y de encaje antiguo que había recibido hacía años el día de Reyes, y que ella pensaba llevar esa tarde en la fiesta de los zancos, para verle pasar girando como un trompo dorado al pie de la cuesta de los danzadores.

Me acerqué; mi abuela, como si hubiese estado esperando mi regreso desde siempre, se volvió sin sorpresa al oír mis pasos sobre el sendero de grava. Me miró, y entonces pude verle los ojos: uno verde y penetrante como aroma de pachulí, y el otro nublado por la gota de savia de nogal caliente que había caído sobre él justo ese día hacía ya dos veranos secos y sin lluvia. Sin todavía decirme nada, me alcanzó, con sus manos huesudas y de dedos ya torcidos como las de una vieja, el botijo de agua fresca que se encontraba a su lado, asiéndolo fácil, como si estuviese hecho de ramas, de musgo y de espuma.

Probé el agua, y mi boca debió mostrar que me había parecido en verdad buena, porque ella sonrió satisfecha y orgullosa, clavándome su mirada de cíclope: “Tienes los ojos de tu padre” —me dijo, como si ya lo hubiese parido. Quise decirle algo, darle al menos las gracias por el agua, decirle que admiraba su pañuelo y su vestido, su perfume de madreselva y su belleza extraña; pero en ese momento, oí el repicar del cencerro de las vacas de Mariano paciendo en la ladera al otro lado del puente, entró la luz de la mañana en mi cuarto, se quebró el hechizo y desperté.


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