Rumias

entrada

Siglo XVII
Murillo y el hambre


La dulce sonrisa de la mujer más joven y la risa apenas contenida y el sonrojo de la mujer más vieja son los dos aspectos que hacen que esta obra de Bartolomé Esteban Murillo (1618 – 1682) esté entre mis favoritas al mismo tiempo en que me es imposible dejar de pensar que con ella y otras de sus creaciones en este género de escenas de la vida cotidiana, el sevillano Murillo anticipaba la espontaneidad de la instantánea. Siglos antes de su invención por el húngaro Rot Andor en 1939, la escena capturada por Murillo tiene la calidad de una Polaroid; una instantánea hecha por un buen fotógrafo, claro.

El cuadro lo alberga ahora la National Gallery de Washington D.C. donde, en los años en que viví allí, pude disfrutarlo innumerables veces; era una estación obligada en cada una de mis visitas a la galería, solo o acompañado.

La escena es misteriosa, enigmática.

No sabemos cuál puede ser su significado ni mucho menos qué pensaba de ella el tal Pedro Francisco Luján y Góngora, duque de Almodóvar del Río, un tipo al parecer importante y de seguro que con mucho dinero de sobra, su primer propietario.

Algunos críticos e historiadores de arte (no he podido encontrar una referencia más concreta) piensan que es una escena de burdel; las dos mujeres serían dos trabajadoras sexuales —dos cortesanas— atisbando a sus posibles clientes.

No me parece.

Creo que son simplemente dos mujeres dándose un respiro en medio de sus tareas cotidianas y que, asomadas a la ventana luego de ser atraídas por algún ruido inusual o por el sonido de una gaita, reaccionan espontáneamente a algo divertido que está ocurriendo en la calle. Quizás algo ligeramente picante y de ahí la sonrisa de la joven y el sonrojo abochornado de la vieja, aunque también es posible que ella se oculte la boca porque hace poco que ha perdido sus dientes.

De cualquier modo, es un cuadro magnífico.

Iglesias y conventos, miembros del estrato nobiliario y comerciantes fueron los clientes habituales de Murillo. De ahí que, además de “Dos mujeres asomadas a la ventana”, Murillo sea conocido principalmente por sus representaciones de milagros e historias narradas en la Biblia y, siguiendo el gusto post renacentista y barroco de sus clientes seculares, escenas mitológicas y alegorías de las estaciones del año. Para mí, junto a “Dos mujeres asomadas a la ventana”, las obras más significativas de Murillo son las que siguen la tradición inaugurada un siglo antes por Pieter Bruegel, el Viejo (1526 – 1569) con “ Boda de campesinos” (1568) y “ Danza campesina” (1566).

Son escenas de la vida cotidiana con tres importantes diferencias con respecto a los cuadros de Bruegel. Murillo reduce el número de personajes a no más de dos o tres, incorpora la técnica del claroscuro aprendida de Caravaggio y, más significativo y definitorio, hace presentes la miseria y el hambre que poblaban las calles españolas durante los siglos XVI y XVII.

En la escuela aprendimos que estos dos siglos son el Siglo de Oro. El tiempo en que los reyes —y reinas— de España gobernaban sobre grandes extensiones de Europa, de Asia y de América.

Fue la época de los grandes escritores y de pintores: Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Garcilaso, Sor Juana, Juan de la Cruz, Santa Teresa, el Greco, Velázquez, Murillo...

Fue la época en que a Sevilla, a Toledo, a Madrid, llegaban toneladas de oro y de plata, enriqueciendo a la Iglesia, al pequeño grupo de españoles pertenecientes a la nobleza que apoyaba a la Corona y a la Casa Real misma la que vilipendiaba buena parte de esa fortuna en guerras interminables contra el Imperio Musulmán Otomano y contra la Reforma Protestante.

Fue una época de grandes contrastes. El inmenso influjo de dinero provocó una gran inflación aumentando el número de pobres, de desencanto y de desigualdad social. Si nos fijamos en la trama de un buen número de obras de teatro de esos años (especialmente las de Lope), en este Siglo de Oro lo que más les preocupaba a los hombres y mujeres de los estamentos más altos, en los salones de la corte, entre los nobles, entre los hidalgos y entre los que presumían de tales, era la honra... lo que a fin de cuentas significaba, para los hombres, que no se supiera que eran cornudos (y si no lo eran de veras, tanto mejor) y para las mujeres que no las abandonaran antes del matrimonio, sobre todo después de haberse acostado con ellas.

A los que les interesaba medrar en el ejército o en la administración pública, les preocupaba la llamada pureza de sangre, es decir, poder probar que eran cristianos viejos, sin abuelos conversos. Gastaban una buena cantidad de tiempo y de dinero en obtener certificados que probaran tal pureza en su linaje.

Los españoles —mujeres y hombres— estaban divididos de muchas maneras, ricos y pobres, hidalgos y labriegos, feos y hermosos..., pero a ninguno le convenía ser cristiano nuevo.

Sí.

Este teatro nos enseña que la honra y el linaje eran las grandes preocupaciones, para los que se podían dar el lujo de tenerlas, claro. Para la gran mayoría del país, empero, la única gran preocupación importante era qué echar cada día a la olla. La gran contradicción en el llamado Siglo de Oro, y no hay que acudir sólo a la novela picaresca para percatarse de ello, era que muchos, si no la mayoría, de los españoles y españolas de estos siglos se acostaban todas las noches con mucha hambre.

John Berger en Modos de ver / Ways of Seeing (2015 / 1972) nos enseña o recuerda (y ahora yo parafraseo y añado por mi cuenta) que una imagen, como la de un cuadro, como la de “Dos mujeres asomadas a una ventana”, es siempre una imagen artificial. Es siempre una visión particular que ha sido recreada o reproducida sobre un lienzo por el pintor —Murillo o su casi contemporánea Artemisa Gentileschi— o sobre una placa fotográfica... como “Migrant Mother” de Dorothea Lange. Toda visión incorpora en su construcción un modo de ver... y a su vez, nuestra visión, nuestra apreciación de tales imágenes dependen de nuestros propios modos de ver.

Dorothea Lange, Migrant Mother (Florence Owen Thompson), (1936)
Con su pelo desgreñado y sus ropas descuidadas, a pesar de haber accedido a ser así fotografiada, podemos ver, podemos sentir, en su frente fruncida y en sus cejas enarcadas la angustiosa lucha de la señora Florence Thompson por mantener lo que le queda de dignidad.

Por su parte, en Dialéctica de lo concreto / Dialektika Konkretniho (1967 / 1963), Karel Kosík escribe que se cuenta que los patricios de Amsterdam rechazaron indignados “ La ronda nocturna” (1642) de Rembrandt “ya que no se reconocían en ella y ésta les producía la impresión de una realidad deformada” (p. 143).

Kosík se pregunta entonces, si la realidad representada en el arte sólo será conocida —aceptada— si coincide (mi verbo) con la forma de ver y —en el caso de los patricios de Amsterdam— de verse de los espectadores o de quienes han pagado —o prometido pagar— por el trabajo del artista.

De ser cierta la historia del rechazo de los patricios de Amsterdam del cuadro —del artefacto— confeccionado por Rembrandt, se desprende, volviendo a Berger, que tales patricios tenían una muy clara consciencia (no importa si distorsionada o no) de su propia realidad; de su propio modo de ver y de verse.

No dudo de la sinceridad de Murillo al confeccionar la serie de cuadros de escenas de la vida cotidiana; la serie de niños y de niñas pobres sobreviviendo apenas en las calles de Madrid y de Sevilla a mediados del siglo XVII. Me conmueve la evidente compasión y simpatía que muestra por sus retratados; me conmueve su modo de verlos.

Al mismo tiempo, tratándose de un producto a la venta, debo pensar que tal modo de ver coincidía, parcialmente al menos, con el modo de ver de los comerciantes holandeses y belgas que habían comisionado tales productos y que, satisfechos, pagaron por ellos, y para su disfrute los incorporaron a sus colecciones privadas.

Un modo de ver condicionado por una visión directa de tales escenas tras una residencia en alguna de las ciudades españolas, principalmente Sevilla, Madrid o Cádiz, en la que llevaban a cabo sus negocios, por una parte; y vicariamente, por el ávido consumo de las inmensamente populares novelas picarescas, desde el anónimo Lazarillo (1554) hasta El Guzmán de Alfarache (1559) de Mateo Alemán, hasta El buscón (1624) de Quevedo... hasta Simplicius Simplicissimus (1668) del alemán Hans Jakob Cristoffel von Grimmelshausen... hasta, un poco después, Moll Flanders (1722) de Daniel Defoe, por la otra.

La trama y el énfasis varían en cada una y en otras de estas novelas, por supuesto; pero en todas ellas, en más de un momento se habla de comida y de hambre. No muy diferente de lo que ocurre un siglo más tarde en Huckleberry Finn.

Murillo, cuatro escenas de la vida cotidiana


1. De no ser por el cesto de uvas puesto en el suelo, que denuncia artificiosa una puesta en escena, “Niños comiendo fruta” bien podría ser una magnífica instantánea capturada por una buena fotógrafa en una calle madrileña de dos niños que con suerte se han hecho de un racimo de uvas y de un melón. A más de un observador, el niño comiendo uvas debe recordarle uno de los más enternecedores y divertidos episodios del Lazarillo. Por otra parte, la ropa hecha harapos y los pies descalzos y sucios muestran que ambos niños han pasado mucho tiempo en la calle.


2. Con la luz que realísticamente proviene desde la ventana de lo que parece ser un rincón en alguna calle, “Niño espulgándose” es una magnífica muestra del dominio de la técnica del claroscuro alcanzada por Murillo. Temáticamente aquí el énfasis no está en la comida (aunque hay restos de gambas en el suelo), sino en la miseria de los andrajos del niño, en su cara llena de tristeza... y en sus pulgas.



3. La boca llena de pan, con otro resto del mismo en su mano izquierda, no bastan para disminuir la incomodidad del niño mientras su madre o su abuela lo despioja. De otra manera, “Anciana despiojando a su nieto” es otra muestra del dominio del claroscuro... junto a la ilusión de espontaneidad. Sin que estas escenas parezcan una pose, Murillo es un maestro en capturar un instante.

4. La técnica es diferente en este otro cuadro; no hay presencia de claroscuro, pero sí hay una gran tensión interracial entre los protagonistas de esta escena. Mientras el chico de origen africano, probablemente la representación de un morisco, tiene un amistoso gesto de súplica, el chico caucásico, aparentemente asustado, lo mira fijamente a los ojos mientras protege con su mano derecha el pastel que sostiene en su mano izquierda. Casi sin inmiscuirse en el conflicto, pero con su mano izquierda sobre la pierna del chico morisco, el chico más pequeño mira hacia otro lado con cara asombrada... como buscando ayuda de alguien a quien no vemos, pero que puede que esté cerca.

5. Una nota más esperanzadora y optimista.


A medio camino entre una representación alegórica de la Primavera y una escena de la vida cotidiana, “Dos niñas vendedoras de fruta” se distingue de varias de otras obras de este tipo realizadas por Murillo, primero en que las protagonistas son mujeres y, segundo, en que aunque hay pobreza (la chica tiene sus zapatos rotos), no hay ni miseria ni suciedad corporal; los zapatos están rotos y a la chica se le asoman los dedos del pie, pero no va descalza y su pelo está trenzado y asegurado por una cinta. Con su cara serena y los ojos concentrados sobre la palma de su mano izquierda, la niña en el primer plano cuenta las monedas que seguramente ha recibido por su venta mientras su compañera observa satisfecha.

Vale.

Saint Paul, 13 de mayo de 2024


© 2013 - 2024, Román Soto Feliú. All rights reserved.