Rumias

entrada

A la salida de la cárcel

Comienzo esta rumia con un poema de Fray Luis de León (1527 – 1591) que no está entre sus más conocidos, magníficos o hermosos como lo son “Noche serena”, “Oda a la vida retirada” o “Profecía del Tajo”; ni siquiera, para mi gusto, está entre los mejores desde el punto de vista de su métrica... En fin, prefiero sus liras; pero el sabor rápido y popular de este breve poema o, mejor, poemita, acrecienta su ironía y punzada contra a quienes por baja y ruin envidia lo atacaron.

A la salida de la cárcel

Aquí la envidia y mentira

me tuvieron encerrado.

Dichoso el humilde estado

del sabio que se retira

de aqueste mundo malvado,


y con pobre mesa y casa

en el campo deleitoso

con sólo Dios se compasa

y a solas su vida pasa,

ni envidiado ni envidioso.

La lira es una estrofa de cinco versos compuesta por heptasíbos y endecasílabos (con rima ABabB) inventada por el italiano Bernardo Tasso (1493 – 1569) e introducida en la poesía española por Garcilaso (1501 – 1536).
Juan de la Cruz fue otro excelso cultivador de la lira.

Una de sus singularidades métricas de este poema es que, a diferencia de la lira que Fray Luis usa magistralmente en la mayoría de sus otros poemas, “A la salida de la cárcel” está compuesto por dos quintillas octosílabas, es decir, versos de arte menor, y así más cercanos a la poesía popular, de la taberna y de la calle, que a la poesía académica y universitaria.

Aquí la envidia y mentira

me tuvieron encerrado.

En estos dos primeros versos de la primera quintilla, el hablante —el poeta..., vale: Fray Luis— se sitúa en el umbral, en la puerta, en ese aquí de la cárcel y, como deteniéndose por un momento antes de dar un paso más y salir hacia su libertad, da una mirada atrás y, desde afuera, mira hacia la cárcel donde allí adentro lo tuvieron encerrado.

Leyendo de nuevo estos dos primeros versos del poema, pienso en mi amigo Osvaldo y me lo imagino mirando desde la ventanilla del bus que lo llevaría de vuelta a la civilización —a la ciudad aun ocupada por el ejército— esa mañana de junio del 76 en la que la dictadura pinochetista decidió vaciar los campos de prisioneros y dejar a sus víctimas en esa libertad siempre vigilada. Pienso en la desdicha de Osvaldo de haber estado encerrado en uno de esos campos por casi dos años y pienso en la suerte que tuvo de no haber sido allí dentro asesinado como lo fueron Jorge, Renato, Muriel y tantos otros y otras... Pienso en su incertidumbre durante aquellos dos años... tal como la de Fray Luis que en más de algún momento durante los cuatro y pico años que estuvo encerrado en la cárcel de Valladolid (desde marzo de 1572 hasta diciembre de 1576) debió de temer que, en una de esas, nunca se sabe a ciencia cierta, resolvieran quemarlo vivo.

Aunque pudo escribir en la cárcel, allí también enfermó y se debilitó. Sin ser ni santo ni mártir, a sus 49 años con seguridad allí también odió.

Los estudiosos y especialistas universitarios han escrito cientos, si no miles, de páginas sobre este Fray Luis; la bibliografía es apabullante.

No tengo el ánimo sino de apenas asomarme a ella; prefiero leer sus poemas (algunos de sus poemas; dejo atrás sus imitaciones) e imaginar.

Imagino que tal vez, camino a casa, con la cárcel aun a pocos metros a su espalda, Fray Luis pasó frente a una taberna. Un ciego murmurando jaculatorias y un chiquillo harapiento estaban a pocos pasos. Fray Luis meneó la cabeza al reconocer entre las jaculatorias del ciego una semi olvidada casi herejía de los cátaros y arrojó al aire una blanca entera que el chiquillo cogió con habilidad haciéndola desaparecer entre sus ropas propias de un chico dos años mayor que él.

Fray Luis miró el letrero colgando desde el umbral de la puerta y le pareció bien.

Entró.

Era temprano en la tarde y la taberna no estaba del todo llena de gente aún; dos mujeres sentadas a una mesa sorbían una sopa de ajo y pan añejo; cuatro hombres jugaban a las cartas; uno de ellos lo miró con indisimulado y burlón descaro. El aire olía a cochinillo asado, a cebolla encurtida y a sardinas fritas. Se respiraba el humo del fogón y el de la manteca derretida.

Fray Luis buscó una mesa en un rincón apartado cerca de un candil encendido y antes de sentarse le pidió al tabernero un vaso de vino. Urgó en su morral, sacó papeles en blanco, una pluma, un tintero y, luego del primer sorbo de tinto que a pesar de lo ácido le supo bien, escribió:

Dichoso el humilde estado

del sabio que se retira

de aqueste mundo malvado...

Fray Luis, que no era ningún tonto, debió de comprender enseguida que se estaba parodiando a sí mismo. La humilde quintilla reverberaba su mucho más solemne lira que había escrito para deleite de sus amigos y para satisfacción de su altivo orgullo renacentista...

¿Cuando?

¿Hacía ya ocho?

¿Diez años?

¡Qué descansada vida

la del que huye el mundanal ruïdo,

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido!


Que no le enturbia el pecho

de los soberbios grandes el estado,

ni del dorado techo

se admira, fabricado

del sabio moro, en jaspes sustentado.

Oda a la vida retirada (fragmento)

Fray Luis debió de comprender enseguida la amarga, la absurda y ridícula ironía, y se echó a reír; porque hacía tiempo que en la prisión había dejado de llorar.

Su quintilla volvía a ese tópico horaciano, inaugurado en España por Garcilaso, del locus amoenus y del beatus ille: el abrazo de una vida contemplativa y serena en un lugar amable lejos de la maldad y del ruido del mundo; Far from the Madding Crowd escribirían dos siglos más tarde Thomas Hardy y Thomas Gray...

Salvo que, así como a Hardy la novela romántica —romanticona— se le vira a tragedia, el lugar ameno, el prado hermoso y cubierto de rosas olorosas que evoca Fray Luis en esa taberna cercana a cárcel de Valladolid, es el de una celda estrecha, infestada de ratas y maloliente.

Una, un feliz ejercicio metafórico, de salón y académico; la otra, una realidad amarga y dolorosa.

Curiosa por la risa agitada de Fray Luis, una de las mujeres de la sopa de ajo, la que cubría su cabello con un pañuelo de seda roja, hizo el ademán de acercársele, pero se contuvo al percatarse de su hábito de agustino y de su mirada fría y desdeñosa.

Fray Luis volvió a sus papeles y escribió con ira:

y con pobre mesa y casa

en el campo deleitoso

con sólo Dios se compasa

y a solas su vida pasa,

ni envidiado ni envidioso.

Ni envidiado ni envidioso.

Que, además de un hebraísta, traductor del “Cantar de los cantares” de Salomón nada menos, fuera un descendiente de judíos conversos de seguro que no lo ayudó para nada.

Pero no fue eso... o no fue sólo eso, lo que lo hizo caer en la cárcel de Valladolid.

Envidia y despecho; orgullo herido; celos.

Rumores, sospechas.

¿Quién puede enseñar la Biblia mejor que yo?

¿Quién es éste que se pone a criticar la Vulgata? preguntó altanero en la plaza y en el claustro, falsamente consternado, deliberadamente con imprudencia y en voz alta, el candidato derrotado en la oposición por obtener la cátedra en la Universidad ganada por Fray Luis.

Cuatro años y medio le tomó a la Inquisición vallisolitana resolver que en el caso levantado contra Fray Luis no había nada. Desechó todos los cargos en contra suya y lo dejó en libertad con la sola advertencia y consejo de ser más prudente y recatado en sus comentarios.

Eso, ser prudente y recatado, con oído atento a las paredes, sin duda Fray Luis ya lo había aprendido de sobra.

Ya había más gente alrededor suyo; más ruido. El tabernero le llevó a la mesa un plato con medio muslo de cochinillo asado, patatas de Las Indias y una longaniza burgalesa ensartada en un asador. Fray Luis mordió la longaniza con avidez; aunque lo intentó, no pudo recordar cuándo había probado antes una comida que no estuviese ya fría y medio podrida. Terminó de comer; se limpió las manos en el sayo, cogió su morral, le echó una mirada a la mujer del pañuelo de seda roja y salió.

La leyenda dice que cuando Fray Luis retomó su cátedra en la Universidad de Salamanca un mes después de su salida de la cárcel, comenzó la lección diciendo... «Como decíamos ayer...»

Pero yo no me lo creo.

Dos o tres semanas quizás.

Cuatro años y medio son demasiados años.

Cuando le dio una mirada al aula, sus antiguos estudiantes con seguridad ya no estaban; Fray Luis tendría para muchos el olor del apestado salido de la cárcel de la Inquisición y probablemente no estaba para chistes.

Creo que es un cuento mentiroso y falsamente consolador que intenta difuminar —blanquear diríamos ahora— el abuso y la impunidad de una institución arbitraria y despótica.

Es un cuento que pretende hacernos creer que la prisión a Fray Luis no le hizo mella, que se lo tomó a la ligera, que le animó su capacidad para el sarcasmo y que a fin de cuentas no fue para tanto.

No me lo creo.

Fray Luis continuó enseñando en la Universidad de Salamanca donde se le recuerda ahora con una muy visible estatua y vivió quince años más luego de su salida de la cárcel. Pero estoy seguro que sus noches serenas eran ya sólo un recuerdo lejano y una aspiración fantasmagórica.

Cuando contemplo el cielo,

de innumerables luces adornado,

y miro hacia el suelo

de noche rodeado,

en sueño y en olvido sepultado...

...

Inmensa hermosura

aquí se muestra toda, y resplandece

clarísima luz pura,

que jamás anochece;

eterna primavera aquí florece.


¡Oh campos verdaderos!,

¡oh prados con verdad frescos y amenos!,

¡riquísimos mineros!,

¡oh deleitosos senos!,

¡repuestos valles de mil bienes llenos!

Noche serena
(Primera estrofa, última y penúltima)

Vale.

Saint Paul, 16 de junio de 2024


© 2013 - 2024, Román Soto Feliú. All rights reserved.