Rumias

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El salpicón

El salpicón era un entrada que comíamos bien a menudo cuando era niño y vivía con mis padres en la casa de Avenida Caupolicán.

El salpicón se hace con lechuga picada, unas pocas rodajas de huevo duro, un puñado de pedacitos de carne cocida fría y un montón de limón.

No es gran cosa, pero me gustaba ese gusto ácido. A veces me comía toda la lechuga primero. El asunto era dejar los pedacitos de carne para el último. Y entonces realmente gozarlos.

Uno por uno.

El verano pasado —a nueves meses de su muerte ese septiembre— le pregunté a mi hermana, si se acordaba del salpicón. «Claro, que me acuerdo,» contestó. Yo estaba tan contento conmigo mismo. De nuevo habíamos encontrado una memoria en común.

Después ella agregó.

«Odiaba tanto esa carne alimonada. Me comía todo el huevo y la lechuga, pero no había manera que me comiera esa carne con olor a podrido. Hacía como que me la comía, pero ponía con cuidado los pedacitos en mi bolsillo y después los echaba al tarro de la basura en la cocina.»

St. Paul, marzo de 1997


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