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Cuando Santiago era aún una ciudad de
barrios y no de feudos amurallados, vivía
cerca de la Plaza del Roto Chileno.
Mi casa era larga como un tren y cuando
temblaba crujía que era un gusto y el
aire se afranelaba de polvo y de gritos
destemplados.
Mi casa era ideal cuando se trataba de
jugar a la escondida y a la pieza oscura.
Mi casa era fatal en invierno por las
goteras multiplicadas en los tiestos plic,
plac, pluc.
Mi casa era letal con sus estufas a parafina
que llenaban las habitaciones de un calor
apenas tibio que hacía picar los ojos y la
garganta impregnando la ropa con marcas
indelebles.
En mi casa también se comía salpicón a
menudo.
Sostengo que el salpicón es un plato que
la pequeño burguesía pobretona de esos
años revistió de una virtud de clase /
capa reconocida por ella como "decencia"
para evitar que fuera signo de una comida
claramente proletaria, de rotos, al estilo de
los porotos con riendas, por ejemplo.
Desde la economía de las palabras, el
salpicón tenía una de las virtudes más
queridas de esa pequeña burguesía
extinguida: aparentar ser moderado,
expulsar los excesos para darle la
bienvenida a una no bien definida
mesura.
En la comida, en el trago, en el consumo,
en el sexo, en ese entonces no había
mayor transgresión social que "no
saber medirse." Sin tener mucho que
despilfarrar, sin todavía la explosión
de la línea blanca, la sobriedad del
salpicón, como el hervido de las
sábanas y los calzoncillos en un gran
fondo negro, les venía como anillo al
dedo cuando lo desechable todavía no
existía.
Casi.
Como muchos otros platos, el salpicón
dejó de constituir una oda al ingenio
de la economía doméstica cuando dejó
de estar hecho exclusivamente del
reciclaje de las sobras del almuerzo
o de la cena del día anterior, para ser
simulacro, y adquirir un sospechoso
aire fresco: salpicón hecho de
materiales nuevecitos.
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