Stately Home
Música mientras Elvira escribe y explora el barrio.
Pata coja...
En esos años Santiago era una fiesta.
Instalada en la pensión de Avenida Brasil, Elvira trabajaba en la biblioteca de la Escuela de Teatro situada a unas pocas manzanas de ahí, terminaba sus clases, escribía sus cuentos y poemas; leía y exploraba el barrio. A menudo, después de la cena, pasaba el tiempo con Ramiro.
Aníbal se aparecía de vez en cuando.
Elvira no subrayaba jamás sus libros los que conservaban por años un aire de recién salidos del horno. En cambio insertaba pequeñas hojas amarillas o de papel Kraft en las que escribía a mano sus notas y comentarios. A veces, después de un tiempo los sacudía con fuerza provocando la caída de sus hojas manuscritas las que flotaban por unos segundos en el aire como si fueran lluvias de mariposas torpes y distraídas.
Al gozar ahora de un espacio mucho mayor que el que tenía antes en el cuchitril de Avenida Bustamante, pudo sacarlos de sus cajas y cogió el hábito de colocar en un lugar preferencial había ahora espacio para ello los que le daban vuelta en la cabeza en esos días: Altazor en la edición de la Compañía Ibero Americana de Publicaciones que había encontrado en una librería de viejo de la calle San Diego, un ejemplar de la segunda edición EspasaCalpe de Poemas de Juana de Ibarbourou y, porque había descubierto (hacía ya cinco años) la novela en esa película de Truffaut, un muy gastado ejemplar de la traducción hecha por Ramón María Tenreiro de Las afinidades electivas de Goethe que leía muy lentamente saboreando cada párrafo.
También, qué remedio, y mucho antes de que el Tzvetan se convirtiera en ícono progresista, los libros estructuralistas de moda como los Essais critiques y la Critique et vérité del Barthes... y los Cuadernos de la Realidad Nacional publicados por su universidad a los que, la verdad sea dicha, no les prestaba demasiada atención ni le generaban entusiasmo arrebatador.
Pasaba más tiempo con sus corridas de César Vallejo, de Teresa Wilms Montt, de Sylvia Plath... de Josefa Canela; de Jorge Tellier, porque el lautarino le recordaba a Temuco; con Alejandra Pizarnik, porque la bonaerense la intrigaba, como la intrigaban Carolina Geel, Virginia Woolf y Djuna Barnes; con la Antígona de Lucille Molinari y con Muñecas de greda azul, la nueva novela de Sara Hidalgo: la Biblia como manantial inagotable de historias fantásticas y de familias disfuncionales, estaba más que bien; con la Muerte en Venecia de Thomas Mann... Nunca le perdonaría su desprecio a Camus en Los mandarines y por eso, con algo de culpa, todavía no comenzaba El segundo sexo de la Beauvoir y la verdad es que no lo leyó nunca.
Abandonada en un rincón, cubierta por un paño de lino azul marino que le había bordado Engracia y sobre el que Elvira puso una maceta de Talavera con un pequeñísimo gomero, quedó sin abrir y atada con dos vueltas de sisal rojo la caja de los libros de Aníbal hasta que, luego que tres años más tarde Elvira se exiliara en Suecia, doña Josefina María hizo quemar su contenido en el patio de baldosas sin ni siquiera asegurarse primero que en verdad fueran libros de comunistas. La mancha negra continuaba en el piso de baldosas rojas cuando tras la muerte de doña Josefina María dieciséis años más tarde, su sobrino nieto Enrique Alfonso PérezCotapos vendió la propiedad a una inmobiliaria.
Elvira escribía.
A instancias de
Elena Zuñiga,
escribía notas dispersas sobre María Elena Gertner en aras de armar un artículo. Nunca lo completó, no supo cómo encuadrarlo; pero el semestre de primavera del 68, justo antes de solicitar la excedencia que le permitió pasar casi todo el año siguiente en Temuco,
terminó un astuto y perspicaz paper sobre Soñaba y amaba al adolescente Perces de María Carolina Geel.
Escribía también sobre el pacífico anarquismo de Manuel Rojas y sobre la conmovedora religiosidad de su
vaso de leche con vainillas. Mejorando varias de sus notas publicó
un bien recibido artículo sobre la singular espiritualidad de Rojas en la revista Mensaje.
Pensando en Ernesto y en Engracia, garabateaba más que escribía sobre el Conde de Goytisolo «tierra ingrata,
entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti».
Le fascinaba esa frase aparecida en Teorema de Pasolini que decía «Nostalgia por algo que ha perdido sin haberlo poseído nunca».
Rompiendo por una vez su norma, llegó hasta subrayarla (eso sí con lápiz) y al recordarla años más tarde la usó
como epígrafe en su poemario Regresos (2009).
Escribía sobre su cuerpo; sobre su piel, sobre su pelo; sobre su estómago y sobre la que llamaba con ironía y cariño (amaba a Madame Chauchat), su pequeña concha húmeda.
Escribía sobre sus reglas que las más de las veces eran dolorosas.
Escribía sobre sus ganas.
Sobre Temuco.
Sobre la Círculo.
A veces, sonrojándose por sus fantasías, escribía sobre Ramiro.
Escribía...
Bueno, más bien garabateaba notas sueltas, sobre lo masculino y femenino de las palabras:
golfo y golfa
zorro y zorra
pijo y pija
fulano y fulana
pollo y polla.
Ensayaba líneas propias:
La serpiente se muerde su cola
y yo
danzo sobre el viento
como un niño.
Mientras caminaba
sobre las alcantarillas escondidas
alguien me miró a los ojos
y recordé que existía.
Exploraba el barrio.
Caminaba calle arriba por Maturana hasta pasar Santo Domingo y llegar hasta
Rosas ya en el barrio Yungay.
Paredes agrietadas desde el último terremoto.
Cristales azulados de las ventanas de vidrios sucios.
Zumbido de abejas atraídas por los tomates, las manzanas y las uvas demasiado maduras de la verdulería en la esquina de Catedral.
Jubilados de camisa blanca y corbata, dobladillos de pantalones hilachentos.
Viejos con bastones de madera de luma y de puntas de goma derrengadas.
Mujeres cargando bolsas de malla con papas, verduras y paquetes envueltos en papel de diario.
Humo de autobuses, de aceite de pescado frito.
Olor a muebles recién barnizados, a pan caliente, a maní tostado.
A pimientos asados.
Marcas a tiza del juego del luche en las aceras.
Una tarde que regresaba temprano de la biblioteca de la Escuela de Teatro donde trabajaba recogiendo los libros devueltos y reubicándolos en los anaqueles, Elvira descubrió en calle Rosas el restaurante El Patio de las hermanas catalanas Luisa y Bernarda Font Vidal. La atrajo la bandera republicana dispuesta según se entraba al restaurante sobre la pared de la izquierda y visible desde la puerta. Se presentó con cierta aprehensión y timidez, pero ellas, después de dos o tres frases de ligera desconfianza...
¿Conque te has mudado hace poco al barrio, eh?
Dos semanas.
¿Y a tu padre que estés sola aquí en Santiago no le importa?
No.
Son unos bandidos esos de Lérida. Oye, chavala, ¿has comido? ¿Te quedas a cenar con nosotras?
...la recibieron con gusto.
Se hicieron amigas...
Bueno, digamos más bien que Luisa, la de pelo claro y enjuta, y Bernarda, la de ojos marrones y de apariencia más vieja, la adoptaron; muy conscientes ellas que la muy provinciana Elvira tenía ahora casi la misma edad que tenían ellas cuando, hacía ya treinta años, salieron de Gerona.
Así Elvira pudo escapar del exceso de carne dura y de verduras recocidas de la pensión de doña Josefina María y disfrutar las tortillas de patatas, los pimientos asados, el xató, los calamares en su tinta, las cocas y las escalivadas, todas muy parecidas a las que en Temuco preparaba Engracia, junto al buen sentido del humor de las hermanas que todavía esperaban que «muriera pronto el hijo de puta de Franco» y les encantaba liar cigarrillos de picadura y compartir con Elvira un vasito de Anís del Mono con café de grano nunca esa mierda de instantáneo de lunes a viernes hasta pasadas las diez de la noche. Los sábados y domingos cerraban y, «lo siento chavala», no se movían de su quinta y huerta de San Bernardo. «Pero puedes visitar cuando quieras».
En el camino de vuelta a casa, Elvira sonreía al oír el ruido de las fichas y ya reconocía al viejo enjuto y de tez arrugada, al hombrazo de bigote espeso y al flaco de cara triste y de ojos hundidos, que esperaban el comienzo del turno de noche de la fundición Deva jugando al dominó en las mesas del bar La Mina que daban a Maturana y que casi al unísono levantaban la vista cuando la veían entrar a coger su ración diaria de cigarrillos con un gesto que era mucho más una protección que una amenaza.
Identificaba de lejos el Cuir de Russie de Yoli y de Camila quienes, a la vuelta de la esquina de su casa, más cerca de Catedral, hacían allí la calle y con las que Elvira compartía a veces un Monza mientras ellas se quejaban de los tacones altos que les daban dolor de pies, del frío que les helaba los muslos y de la temprana lluvia de abril que ahuyentaba a los clientes.
No había demasiados rincones oscuros peligrosos en las calles cercanas a la Plaza Brasil ni suciedad acumulándose en los bordillos. Sólo colillas de cigarrillos, cáscaras de maní del almacén del turco de la esquina, plumas de las palomas grises, negras y blancas que zureaban por las calles y anidaban en los aleros de las casas.
Elvira se preguntaba quiénes y dónde habrían escrito sobre el barrio... ¿Nicomedes Guzmán? ¿Alberto Romero?
Se preguntaba si acaso su historia no estaría escrita entrelíneas dispersa entre varias novelas o cuentos o canciones.
Si acaso Plaza Brasil, la Avenida Dieciocho, la Avenida Ejército, la Almirante Latorre, Abdón Cifuentes... no fueran sino el espacio de un magnífico cronotopo abandonado por esa clase aristocrática que un buen día decidió mudarse hacia los cerros del Oriente, mucho más arriba de Plaza Italia, y el barrio fue repoblado por los migrantes que llegaban con sus sueños de los campos del Valle Central y de las afueras del Gran Santiago, convirtiendo esas magníficas y enormes mansiones señoriales en ferreterías y almacenes a lo largo de la Alameda; en casas de pensión para estudiantes provincianos y para santiaguinos y santiaguinas pobres, al sur y al norte de la vieja Avenida de las Delicias.
Meses después de su llegada a la casapensión de doña Josefina María Muñoz PérezCotapos, Elvira notó, también, que los rallados que cubrían la larga pared de la ferretería El Manzano en la Avenida Maturana cambiaban de Tomic a Allende y viceversa cada semana con más frecuencia. Pero nunca en todos esos meses hasta septiembre, para desconsuelo y disgusto de doña Josefina María, fue el turno de Alessandri.
Releo estos últimos apartados y mi pregunta más acuciante es cómo pasar del predominio del imperfecto al indefinido. Dicho de otra manera: en estos dos últimos apartados vamos aprendiendo de sobra lo que Elvira hacía..., pero muy poco sobre lo que hizo en esos años en Santiago.
Lo más obvio es que no hizo mucho..., pero intuimos sobre todo después de leer a continuación los apartados capítulos sobre Marco Canales y sobre Odilia Planells, que debió de haber aprendido bastante... aunque nos quedemos sin saber cuánto ni para qué.
«Un momento» me escribe Elena Zúñiga cuando le planteo el asunto. «¿Cómo que para qué? La respuesta está en sus poemarios. El resultado del aprendizaje de Elvira de eso se trata toda su estancia en Santiago: de un aprendizaje se verifica en esos dos poemarios, Nocturnos y Regresos que escribirá años más tarde de regreso a Umeå».
Un aprendizaje bastante largo en verdad.
Elvira no publicará sus primeros poemarios sino en 2003, el primero (Fugacidad infinita), y Nocturnos, el segundo, en 2006. Aunque, por otra parte, es verdad que los poemas presentes en este último ya los había comenzado a escribir a mediados de 1977, durante su primera estancia en Umeå antes de mudarse a Irvine, California, y terminar allí su doctorado con Ester Soriano.
Vale.
He redactado Plaza Brasil y este capítulo Pata Coja basándome en una primera versión escrita por Viviana Altman y en los múltiples correos que Elvira Codulá intercambió con ella.
EF
Luego..., desde comienzos del 71, pasadas ya las elecciones y pasado ya el asesinato de René Schneider y el comienzo del gobierno de Allende y pasado ya un primer intento de golpe de Estado ¿o era ya un segundo si se cuenta el de Viaux? con el acoso y embargo comercial orquestado por Kissinger y por tanto de escasa presencia hollywoodense en las pantallas de los cines santiaguinos, además de las ya acostumbradas películas francesas, alemanas e italianas que todavía seguían llegando, había en compensación una gran cantidad de películas rusas, checoslovacas y húngaras a las que lentamente Elvira y Ramiro, recién llegado en marzo a Santiago, se asomaban con la curiosidad y el entusiasmo de neófitos.
Una de las primeras de esas películas que Elvira y Ramiro vieron juntos en el cine España fue Salmo rojo de Miklós Jancsó. A Elvira, claro, le encantó por su lentitud y su constante movimiento coreográfico como si en vez de en medio de un campo, la acción ocurriese sobre un escenario, y a Ramiro, después de pensarlo un poco y no sólo por su desnudez de apariencia primigenia y edénica, también.
A ambos, sin embargo, Jancsó les dejó una profunda sensación de tristeza y desasosiego esa noche, de vuelta del cine, Ramiro le habló a Elvira de una de sus pesadillas recurrentes que contrastaba con la belleza de la escenografía y el aparente optimismo de la música y de las canciones, junto a una sensación de pegajosa y escéptica incertidumbre a diferencia del entusiasmo y empeño de Aníbal, de Monche o de Gustavo, ni Elvira ni Ramiro eran militantes acerca del futuro de los tiempos que ellos mismos vivían en ese Santiago desaforado.
Meses antes de Salmo rojo, Elvira había comenzado a escribir su tesis de grado bajo la dirección de Begoña Blanco Busquets y cuando todo bullía de animación comenzó a tomar un último seminario ahora con el carismático y de fama contestataria Marco Canales García. Conforme avanzaba semana a semana el seminario, a Elvira comenzó perversamente a atraerle, antropológicamente atraerle claro, mucho más la arrogancia y prepotencia de Canales García que su pinta o que su supuesta iconoclástica irreverencia.
Admiraba y le divertían como a todos sus desplantes rayanos en lo obsceno y hasta sus gritos de sargento falsamente carrasposo, pero sentía que ese miedo que Canales deseaba inspirar en todos con su histrionismo y exuberancia ocultaba algo indefiniblemente superficial y frívolo en sus comentarios a menudo, creía ella, armados sobre la marcha lo que a veces comprobaba al hacerlo trastabillar con preguntas inesperadas. Se daba cuenta también, con calentura, torpe vanidad e ingenuo y desubicado orgullo, que Canales no dejaba de observarla con ojos interesados.
Por esos mismos días había caído en sus manos la controvertida novela Cuerpos tatuados la que Elvira leía lenta y cuidadosamente, inspirándose y deleitándose cada noche con la luminosa y voluptuosa prosa de esa visionaria y agudamente provocadora Inés Malverde, mientras Ramiro, recostado cual hermano a su lado sobre las colchas de la cama, continuaba leyendo lentamente a Wittgenstein y escuchando ambos a Elvira no le quedaba otra una y otra vez Pictures at an Exhibition de Emerson, Lake y Palmer y a otros británicos pelilargos por el estilo.
EF
Luche, rayuela, pata coja... No importa cómo nombres al juego, al llegar al diez tocas el cielo.
Caminando a saltos (o a saltitos), Santiago era una fiesta esos días.
Pero ya los ánimos comenzaban a crisparse y las furias a desencadenarse.
Última modificación: 11 de septiembre de 2024.
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