Grosellas

  Hebras narrativas

Engracia o
Ajuste de cuentas

Temuco, septiembre del 64 – marzo del 65

El beso al final de ese pasodoble la noche del cumpleaños de Regina Campos desató no pocos ajustes en la vida diaria de Ernesto y de Engracia.


Años después, en Umeå, Elvira le contaría a Ramiro que su madre se negaba a reconocer la verdad del afer de su padre con Tomasa. Como en otras cosas, también en eso Elvira se equivocaba.

Engracia intuía que Ernesto, con su tute, con sus jotas de letras jocosas, con su escopeta, con Álvaro y con Matías..., vaya, antes con su Cazadora, añoraba algo que bien entendido nunca en realidad había tenido, pero que Tomasa se lo hacía recordar como un falso y mentiroso espejismo.

Sabía que Ernesto gozaba de esa intoxicante exaltación al alcanzar ese deseo oculto y oscuro que ahí estaba de nuevo cada vez que subía por ese altillo, como quien sube a un monte; cada vez que seguía ese señuelo inescapable hacia ese olor... arrebatador, animal, primitivo; como el de una droga adictiva y cautivante.

¿El de su cuello?

¿El de su coño?

Por otro lado....

¿Qué quedaba?

¿Qué tenían?

¿Habían sido en verdad tan diferentes él y ella?

¿Cuánto se había amoldado él?

¿Cuánto ella?

Rizo.
Analepsis (Flashback).
15 de mayo de 1948: La boda de Engracia y Ernesto.

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Le dolía la torpeza de Ernesto, la enrabiaba que la hubiese humillado en esa fiesta chabacana de nuevo rico presumido. Le enfurecía el desparpajo de Tomasa y las habladurías que provocaba con todas esas idiotas que llegaban con sus cuentos a comunicarle como gran descubrimiento lo que ella ya sabía de sobra.

Pero sacaba sus cuentas y sabía que tenía las de ganar. Ya apuntara a su polla... o a su bolsillo sabía que agotada esa calentura transgresora y furtiva, obligado a decidir una o la otra, Ernesto regresaría a la familiaridad en una buena casa, eso ya lo tenía, de una cama segura y nuevamente cálida.

De eso, de la calidez, se encargaría ella.

La charcutería iba bien y sin las fanfarronerías de Balsera les daba para un holgado buen vivir, sin mencionar el que disfrutaban de buena comida a precio de costo. Ahora que debían enfrentar el desafío de la novedad del supermercado de Alfredo Altman necesitaban un frente común, sin fisuras ni golpes en los codos. Decidió que debían ampliarla. Afortunadamente para eso el local de al lado estaba disponible y ya había hablado por su cuenta con el encargado municipal Iván Ramírez.

Quería hacerla más moderna, más...

¿Cuál era la palabra?

Más sofisticada y novedosa.

Eso. Sacar los fríos tubos fluorescentes y cambiarlos por cálidas y atractivas lámparas de tungsteno. Además de sobre sexo, zonas erógenas y demás, algo de eso había leído también en Paula. Ofrecer con gracia y originalidad lo que el gringo, con su enorme pero rutinario tamaño, no podría ofrecer. Pensaba en mermeladas y galletas caseras, en quesos y chocolates artesanales, en los chorizos, butifarras y morcillas de don Aparicio.

Hacerse y asegurarse un público que los reconociera a ellos y que recordara sus nombres, aunque en precios no pudieran... ni quisieran, competir con Altman. Su instinto le decía que por ahí podía vencer al gringo... y de pasada, quién sabía si así no entusiasmaba de nuevo a Ernesto que, bien se daba cuenta ella, pasaba las horas muertas de la tarde distraído, pensando en las musarañas, soñando despierto sueños que nunca cumplió.

En esos meses Engracia, hacía una lista mental.

Desde Carlo Magaldi hasta Enrique Serra o Jesús Cárcamo, por qué no Carreño, Engracia sabía que para ella, dejando afuera la moralidad del hecho, un afer sería de lo más fácil. Sin embargo, sentía que ninguno de ésos le agitaba con ganas el coño, excitándose de veras con sólo pensar que coño, polla y follar, eran palabras que, aunque ahora había aprendido a pronunciarlas con gusto, por mucho tiempo, por ser mujer, le habían estado prohibidas.

Transgredir. ¿No era esa acaso toda la gracia del chiste grosero de Tomasa? Si ella puede, también puedo yo... Sólo que lo haría con más... donaire y clase. Vaya.

En esos días, en esos meses, Engracia sentía que, a pesar de todo, Ernesto todavía la excitaba y que, a pesar de todo, todavía lo quería también... y que sin advertirlo desde hacía un tiempo demasiado largo lo había estado echando de menos.

Veía a Ernesto y pensaba que quizás ella se había acostumbrado demasiado pronto a la comodidad y alivio de su presencia de gato sumiso y somnoliento, sin otra explícita exigencia doméstica que una buena comida.

En esos días, en esos meses, Engracia leía libros que ocultaba en su cómoda debajo de los sujetadores y de las bragas. Aprendía nombres y sensaciones de partes antes ignoradas de su cuerpo. Pensaba y luchaba contra sí misma, contra esa doctrina opresora inculcada a macha martillo desde que era niña y que ahora deseaba repudiar y liberarse.

Se le ocurría pensar que el padre Sanjuan de religión seguro que sabía mucho..., pero de mujeres obstinadamente entendía muy poco.

Todavía se sonrojaba al pensar en ello, pero en esos meses había aprendido a tocarse y le sorprendió, pasado el miedo y el pudor, lo mucho que le gustaba. No hablaba para nada de todo esto con Eulalia, mucho menos con Regina, por supuesto. Pero sí y mucho a las horas que no se asomaba nadie a las tiendas del Mercado, con su vecina Francesca Venturelli riéndose deslumbradas las dos, aunque no convencidas del todo, con el libro de la Beauvoir y, semanalmente, con los artículos de Paula.

¿Debía buscarse ella otra ropa?

¿Echarse encima más perfume?

¿Hacer más ejercicio?

¿Irse a la cama más despierta y menos cansada?

¿Agarrar a Ernesto por los huevos?

¿Convencerse que se valía por sí misma?

¿Todo eso junto?

Al final de ese verano, hacia comienzos del nuevo otoño, el pelo ya le llegaba bien más abajo de los hombros; con algunas canas, todavía fundamentalmente negro, todavía ensortijado.

La tarde de ese último domingo de marzo Engracia se dio una ducha larga sobre su piel aceitunada aún, pensó, suficientemente tersa. Prescindiendo del sujetador aunque, después de dos segundos de contemplarlo, no de sus bragas, se puso su vestido de sarga negra, suave, amplio y abotonado al frente; lo necesitaría así.

Frente al espejo, resolvió no maquillarse. Quiso darse un aire cuidadosamente informal, natural era la palabra; pero sí, como si hubiese sido un azar, dos gotas de Chanel entre los pechos.

Satisfecha, salió de la habitación, bajó a la sala y se sentó con ambas piernas cruzadas sobre la butaca frente a la de Ernesto donde él leía en el Austral los comentarios de los partidos de fútbol del día anterior.

No, en ese tiempo en Temuco no había televisión.

—Engracia..., cariño...

—¡Qué cara has puesto, Ernesto!

—¿Qué celebramos?

—Todavía nada, pero tú escúchame y veremos.

Ernesto no era ningún idiota.

Veía cada día a Engracia y ya sabía —lo supo desde el principio— lo que cualquier día de éstos se le vendría encima, así lo postergara leyendo el diario o no.

Al final..., lo tuvo fácil.

Pero...

Evaristo Feliú

—Te quiero... y sé que tú me quieres también a mí; de eso no tengo dudas.

—Tampoco yo, Engracia.

—A mí no me sorprende que te hayas encoñado con Tomasa.

—Engracia...!

—¿Qué? ¿Muy fea palabra?

—No es habitual en ti.

—También yo las sé decir.

—Ya lo veo.

—No me digas nada ahora. Quiero que escuches lo que tengo que decirte.

—Te escucho.

—No me sorprende, porque por años Tomasa te ha estado embrollando como a un colegial.

—De colegial nada...

—Ernesto, ya te lo dije; tú ahora escucha.

—Te escucho.

—Vale. En estos tres, cuatro meses... lo has disfrutado... Pero basta...

—Engracia; tú tienes que entender....

—No he terminado, déjame hablar.

—Habla.

—Que hayas follado con Tomasa lo entiendo muy bien.

—Lo entiendes...

—No soy ingenua, Ernesto. De la vida sé tanto o más que tú. Pero ha sido una imbecilidad, una falta de respeto, hacia mí y hacia tu hija que no hayas sido más discreto. Soy tu esposa, soy tu mujer, y eso, Ernesto, tú me lo debías.

—Eso... Eso lo siento, de verdad que lo siento. Nunca quise ofenderte.

—Bien, vamos en buen camino; escúchame un poco más.

—¿Qué más quieres decirme ahora?

—Ahora te pido. No, te pido no. Ahora te exijo que eso lo terminas hoy. De lo contrario, coges tus cosas y te vas.

—Engracia...

—No, no me toques; no todavía. No he terminado de decirte lo que tienes tú que saber.

—¿Qué tengo que saber?

—Dos cosas. Una. No te olvides que esta casa es mía... y que con tu linda Cazadora llegabas apenas a la mitad del traspaso.

—Vale. Esa es una... ¿y la otra?

—La otra, cabrón... Mírame.

—Te veo.

—¿Acaso no te gusta?

—Mucho.

—No me abraces todavía. ¿Los ves? Yo sé que son más pequeños que las ubres de Tomasa.

—Engracia... Eso, eso a mí no me importa.

—No... Seguro que no. No soy estúpida, Ernesto.

—Engracia...

—¡Tócame aquí! Mis caderas, mis piernas... ¿Las sientes? Son mucho más fuertes que las de ella...

EF

Rizo.
Analepsis (Flashback).
15 de mayo de 1948: La boda de Engracia y Ernesto.

• Fin de la hebra de Ernesto.

La hebra de Ernesto (y de Engracia) llega hasta marzo de 1965.
Un año más tarde Elvira, la hija de ambos, deja Temuco y viaja hasta Santiago donde se matricula en la Escuela de Letras de la Universidad Católica... en la que ya se levantaban aires progresistas (de avanzada se decía entonces) y se festejaban los cambios que se avecinaban.
Para algunos era el tiempo de la Patria joven; para otros, la antesala del comunismo y para los demás un mero e insuficiente reformismo.

EF

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La hebra de Elvira.
Marzo de 1966. Escuela de Letras: Elvira.

Última modificación: 11 de noviembre de 2024.



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