En L'Empire des Signes del mismo año que el S/Z Roland Barthes nos advierte acerca de los peligros ¿engaños? de la indumentaria teatral: rostros el de un japonés americanizado o el de un francés japonizado y marionetas son igualmente signos: entidades lingüísticas que para poder ser interpretadas y evocar el fantasma de lo ausente deben pero a veces sólo deben diferenciarse. Para ser Otelo Plácido Domingo no necesitaría maquillarse, si sus partenaires estuvieran / fueran lo suficientemente blancos. Pablo Neruda en Para nacer he nacido (1978) recuerda la anécdota de la morena Rosaura Revueltas quien, mientras actuaba con el Berliner Ensemble, pudo sin maquillarse (pare)ser una blanquísima germana luego que oscurecieron a los otros miembros de la troupe.
Seguramente Seymour Chatman pensaba en este tipo de oposiciones cuando en Story and Discourse (1978) siguiendo a Barthes definió al personaje como un paradigma de rasgos, un conjunto de cualidades personales relativamente estables y duraderas: un conjunto vertical de adjetivos que intersecta la cadena horizontal de acciones que componen una historia. Está claro que un conjunto de rasgos no agota la significancia de un personaje. Sin embargo, tal paradigma es una estilización, un resumen, de uno de sus aspectos el más importante en ciertas formas de narración y de este modo es legítimo entender al personaje como el lugar de encuentro móvil y variable de tal paradigma. Así, un personaje es un nombre propio asociado con un número limitado de rasgos diferenciales (Barthes, S/Z) que entran en relaciones más o menos dinámicas de oposición y contraste, semejanza y complementaridad, alternancia y sustitución, respecto de sí mismos y/o respecto del conjunto o parte de los rasgos de los demás.
El contraste diferencia a los personajes Sancho es el gordo, Quijano el flaco
mientras la oposición los antagoniza;
la alternancia de rasgos posibilita variaciones reversibles y
la sustitución los transforma;
la semejanza establece una comunidad de igualdades y
la complementaridad una solidaridad de diferencias.
Estos rasgos son unidades de información que participan en el proceso de caracterización (o mejor, de personificación), el conjunto de procesos narratológicos que construyen a un personaje. Estas unidades de información pueden ser entregadas directamente por el narrador o por alguno(s) de los personajes, o bien deben ser inferidas por el lector a partir de sus acciones.
Al comienzo de Un día de estos (1966) de Gabriel García Márquez, el narrador nos informa directamente que Aurelio Escovar era dentista a pesar de que ello pueda ser fácilmente inferido. Por el contrario, valentía y determinación son rasgos que si presentes del todo deben ser inferidos a partir de sus acciones, sin que el narrador nos proporcione una confirmación explícita que resuelva nuestros posibles desacuerdos al respecto. Inversamente, no podemos saber que Escovar es enjuto de rostro o que carece de título profesional sin que el narrador no nos lo haya comunicado directamente.
Estas dos formas de caracterización definición directa y presentación indirecta en el vocabulario propuesto por Shlomith Rimmon-Kenan en Narrative Fiction (1983) ocurren con distinta frecuencia en el entramado. La narrativa comtemporánea, proclive a una mayor ambigüedad en la delimitación de los rasgos, proyectos y motivaciones de los personajes, tiende al uso de la segunda modalidad. Por el contrario, la tendencia hacia una mayor clausura delimitación en la construcción de los personajes que subyace en una ideología confiada en la finitud de la personalidad de los personajes explica el abundante uso de la definición directa en el Realismo.
En un gran número de novelas realistas (del llamado Realismo: Balzac, Stendhal, Pérez Galdós...) se trata, precisamente, de construir una personalidad claramente identificable. A menudo en estos casos, el narrador no sólo describe a los personajes, sino que, además, glosa, comenta y explica, las connotaciones éticas o sociales en definitiva, las funciones narratológicas de tales rasgos.
Un ejemplo tomado de la novela Martín Rivas (1851) de Alberto Blest Gana.
[Rivas] pasó al umbral y se encontró con un hombre que, por su aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión francesa, entre dos edades. Es decir, que rayaba en la vejez sin haber entrado aún en ella. Su traje negro, sus cuellos bien almidonados, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metódico, que somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaban que el aseo era una de sus reglas de conducta (el énfasis es mío).
Si no has leído Martín Rivas no importa; el ejemplo se entiende de todas maneras. Por lo demás, abre cualquiera de los capítulos iniciales de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós o de cualquier otra novela del mismo periodo que tengas a mano y encontrarás numerosos otros ejemplos.
Blest Gana controla apretadamente la interpretación de los rasgos de los personajes de manera que se convierten en instrucciones precisas para la comprensión del estatus social y narratológico de quienes los poseen. Así, la caracterización genera un ordenado sistema de valores que sanciona positivamente los atributos de Rivas permitiéndole al texto postularlo como un ciudadano ejemplar. La elección diferente entre opuestos ni A ni B, sino C: ni bello ni rico, pero persistente; ni abúlico como Agustín Encina ni exaltado como Rafael San Luis sino moderado, es un procedimiento privilegiado en Martín Rivas que trabaja para fundamentar los rasgos que determinan las características [supuestamente] positivas de su héroe.
Sin ninguna originalidad deseo insistir en el hecho de que los personajes son una construcción modulada por las restricciones y prescripciones propias del género en el que el texto se inserta, las circunstancias socio históricas de su producción y las posturas estético ideológicas respecto de tales restricciones, prescripciones y circunstancias asumidas por sus creadores. La selección de tales rasgos está sesgada en función de las intencionalidades del texto. Mientras los rasgos de las personas verdaderas no tienen una intención externa que los trasciende en cuanto rasgos, los de los personajes siempre son significantes, siempre existen por una razón, como sucinta y hermosamente lo expresó Lennard Davis en Resisting Novels, Ideology and Fiction (1987).
En narraciones orientadas decididamente hacia la acción y que ni siquiera incluyen la secuencia en la que el personaje toma la decisión de actuar o aquéllas en las que se prepara física, sicológica, moral, intelectual, o ideológicamente, a hacerlo, sus rasgos serán necesariamente simples, permitiéndole sin más demora su quehacer. La función de estos rasgos valentía, fuerza, astucia, ambición es asegurar verosímilmente la acción, lo que le permite a Chatman afirmar que se organizan en un paradigma teleológico, es decir, orientado fundamentalmente hacia los proyectos de los personajes y no en función de expresar una personalidad.
Sin mayor espesor semántico añadido a su nombre propio, estos personajes se corresponden con los que E. M. Forster en Aspects of the Novel (1927) llamó flat characters ¿unidimensionales? ¿simples? en oposición a los que serían round characters ¿complejos? cuyo paradigma de rasgos no sería ya teleológico, sino un conglomerado de relaciones dinámicas y a menudo conflictivas. Una característica fundamental de los segundos consiste en experimentar transformaciones, mientras los primeros permanecen inalterables en la mente del lector y en la historia porque no son transformados por las circunstancias de la trama, sino que, más bien, transcurren a través de ella (Forster).
No es muy difícil reconocer y recordar una serie de personajes que pertenecerían a este primer tipo: las novelas de aventuras, los cuentos maravillosos, la picaresca y la novela bizantina; las tiras cómicas, las seriales de televisión y las novelas de Blest Gana, las de Dickens y las de una buena parte de los bestsellers del momento están colmadas de ellos. Allí se encuentran personajes construidos a partir de un paradigma de rasgos fundamentalmente semejantes y/o complementarios, sin lugar para un conflicto interno que pueda ser el sustrato de sorpresas. Cada vez que estos personajes actúen o dejen de hacerlo, lo harán de un modo previsto siguiendo una pauta convencional como lo diría Bertrand Gervais en su Récit et actions. Pour une théorie de la lecture (1990) toda vez que, en oposición, una prueba de que nos encontramos frente a un personaje complejo es que es capaz de sorprendernos de una manera convincente (Forster).
En el caso más extremo y simple más propio de la novela de aventuras y de la novela de pruebas los rasgos de los personajes quedan constituidos de una vez y para siempre al comienzo de la historia; en otros casos más propio de la novela de aprendizaje la historia pasa a menudo por una fase de alternancia y/o sustitución de rasgos en las que un personaje cualquiera actúa de una manera (o deja de hacerlo) en un momento y en función de sus nuevos rasgos definitiva o transitoriamente recién adquiridos y/o en función de la pérdida, abandono o transformación de sus rasgos anteriores de una manera diferente en otro.
Inversamente, mientras menos semejantes o complementarios, y mientras más opuestos y contrastantes sean los rasgos simultáneamente presentes en el paradigma, más complejo será el personaje o, si se trata de rasgos sucesivos, más compleja e interesante será su historia, abierta no ya sólo a avanzar una acción, sino a los conflictos, ambigüedades y contradicciones que la preceden cuando no la dificultan, impiden o modulan una vez en acto. Desde un polo al otro pasamos desde la historia donde la personalidad del personaje juega un papel mínimo a aquéllas donde sus conflictos internos constituyen la dominante para usar el concepto avanzado de Roman Jakobson a propósito de los diferentes aspectos presentes en el lenguaje humano... aunque encontramos un buen número de casos intermedios, relativamente más complejos o más simples... a veces, a pesar de las intenciones de sus creadores. Esteban y Sofía de El siglo de las luces son más complejos que Vera y Alberto de La consagración de la primavera, ambas de Alejo Carpentier; Charles Kane es más complejo que Sam Spade; Rafael San Luis más complejo que Martín Rivas; los personajes de Lope parecen más simples que los de Calderón; los de Shakespeare más complejos que los de Chaucer.
Onomástica, vestuario, rasgos físicos.
La onomástica, el vestuario y las de características físicas de los personajes son algunos de los mecanismos de caracterización.
El nombre de los personajes, sus títulos o grados;
el uso de diminutivos, de sobrenombres, del nombres de pila o de sólo el apellido, connotan sus orígenes étnicos y de clase; están ligados a condiciones sociales más o menos
precisas y codificadas. En el Génesis los nombres son generalmente motivados y anuncian o responden a las funciones de quienes los llevan: Isaac, el que causa risa;
Abraham, padre ensalzado. En la La consagración de la primavera, el entramado trabaja para que el nombre de la protagonista Vera
sea simbólico una condensación de sus rasgos
cuando al final de la historia encuentra su verdad su nombre al mismo tiempo en que la calle entera celebra el éxito de su aprendizaje.
En otras historias, los nombres de los personajes son uno de sus atributos la tía Angustias en Nada de Carmen Laforet o la gradación de nombres luminosos en La casa de los espíritus Isabel de Allende o Madre, Magdalena, Megan, Marcia, Carmen Miranda en Cobro Revertido de Leandro Urbina son significantes dispersos y transpuestos de significados perdidos, añorados, amenazadores y esquivos. A veces toda la historia consiste en hacerse (de) un nombre, como en Don Quijote o en Me llamaré Tadeusz Freire de . En otras, el personaje lo pierde: pasa de Super Sabio a Zavalita. Los nombres de los personajes pueden ser simplemente convencionales el hermano menor se llama siempre Juan o bien cómicos o francamente burlescos como en Niebla de Unamuno, La montaña mágica de Thomas Mann o en El arte de la palabra de Enrique Lihn. En otros géneros como en la Commedia dell'arte el nombre define el conjunto de rasgos y de acciones que le corresponde verosímilmente al personaje; aún en otros, los personajes Doña Pureza, o Don Carnal no son mucho más que lo que su nombre denota
Es muy posible que no recordemos el bigote negro de Rafael San Luis ni el color de los ojos de Leonor Encina ni siquiera el prognatismo voluntarioso de Rivas aun cuando todos estos rasgos hayan sido oportunamente subrayados por el narrador. Es mucho más difícil, sin embargo, haberse olvidado los ojos verdes de Aura, la heroína de la novela de Carlos Fuentes, o el largo del pelo de la protagonista de La última niebla (1934) de María Luisa Bombal. Los ojos verdes de Leonor Encina son complentarios con todos los otros rasgos que conforman su belleza, pero no están especialmente marcados: pudieron haber sido de otro color y Leonor seguiría siendo bella. En Aura (1962), por el contrario, los ojos verdes de la protagonista no solamente indican belleza, sino que son un síntoma de su naturaleza sobrenatural y no podrían haber sido de otro color sin que la historia cambie sus sentidos. Del mismo modo, en La última niebla, el pelo corto cortado de la protagonista es tanto una transformación para asemejarse a la primera esposa de su marido, como una oposición con el largo del pelo de Regina, su cuñada, de quien envidia su libertad y coraje para tener un amante. Aprendemos muy poco acerca de la ropa de los protagonistas de la novela de Bombal porque no es un importante asiento de significaciones; en cambio, en Martín Rivas el vestuario desempeña un papel capital: señala la pertenencia de los protagonistas al mundo de la tertulia o al del medio pelo, la elegancia de Leonor Encina, el cuidado por las normas del héroe que se gasta la mayor parte de su salario en comprarse ropa decente, la estupidez de Agustín Encina. La corbata de Amador lo sitúa irremisiblemente en el medio pelo mientras el cuello vuelto que contrastaba con la r igidez del de los demás señala la rebeldía de Rafael San Luis.
Acciones distribucionales y acciones integrativas.
Otros rasgos y acciones a menudo de una importancia mínima para el avance distribucional (Barthes) de la historia también participan en la caracterización,
es decir, son funciones integrativas; participan tanto en el nivel de las acciones concatenación de secuencias como en el nivel de los indicios que
muestran construyen la personalidad de los personajes:
el sermón de Ladislao después del asesinato de Mariano en Camila (1984) de María Luisa Bemberg que muestra su coraje (al mismo tiempo que distribucionalmente lo enemista con sus superiores eclesiásticos);
el apresuramiento con el que Sam Spade ordena borrar el nombre de su socio, recién asesinado, de las ventanas de la oficina que compartían hasta entonces en The Maltese Falcon (1941) de John Huston que muestra su desapego (y anticipa nuestro subsiguiente conocimiento acerca del afer que mantenía con su esposa);
el cuidado con el que el protagonista se peina los cabellos minutos antes de ser fusilado en El chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littin que muestra su transformación;
la bufanda roja que ambos Camila en el filme del mismo nombre y Molina en El beso de la mujer araña (1985) de Héctor Babenco visten como un signo de que han tomado una decisión.
En Un día de éstos, (1962) de García Márquez el rasgo dentista sin título contribuye a la humillación
sufrida por el alcalde al aumentar su condición subordinada con respecto del relativamente poderoso alcalde de un modo en que buen madrugador
¿rasgo residual? no lo hace.
La descripción de la camisa del dentista no parece contribuir significativamente ni a su personalidad ni a su quehacer, aunque es posible que contribuya a su rasgo de
pobreza: sin cuello.
Inversamente, la camisa empapada de sudor hacia el final de Espuma y nada más (1950) de Hernando Téllez
es significativa: señala la nerviosa tensión sufrida por el barbero
y como corolario la victoria
del capitán Torres, mientras el sudor y los jadeos del alcalde en Un día de éstos
señalan su derrota.
Otros dos paralelismos refuerzan las similitudes y diferencias entre estos dos cuentos: la guerrera desabotonada del alcalde sudoroso con los ojos marchitos y barbón contrasta con
el aire fresco recién afeitado y con la guerrera perfectamente abotonada del capitán; mientras los movimientos intencionalmente lentos del dentista
se asemejan a los de Torres tanto al llegar como al salir de la barbería acomodando como también lo hace el dentista
los utensilios de su oficio: el cinturón ribeteado de balas y su pistola.
Un personaje muy especial
Donde más claramente se percibe el sistema de rasgos que define a un personaje como un dispositivo productor de sentidos es en el paradigma de rasgos y de acciones que
define al héroe.
Según Philippe Hamon (Statut sémiologique du personnage), aunque también un personaje, el héroe no es uno más entre otros. Desde un punto de vista
puramente formal, el héroe puede ser entendido a través de la serie de rasgos que al
relacionar sus funcionalidades y atributos lo definen por su cualificación, autonomía, distribución y funcionalidad diferenciales.
De esta manera, el héroe posee una serie de rasgos que los demás personajes no poseen o si lo hacen es siempre en un grado menor; no necesita de otros participantes para actuar; aparece siempre en los momentos importantes de la historia y es el agente indispensable de una serie de acciones que le son propias. Su continua diferenciación y especificación con respecto de los demás personajes mediante la progresiva selección de los materiales que lo determinan implícita en la formulación de Hamon obedece a un doble movimiento que Noé Jitrik en El no existente caballero (1975) describe como la fusión de un procedimiento puramente formal la transformación desde participante a protagonista liberado de la uniformidad del coro y un proceso que lo nutre de los contenidos semánticos provistos por una sociedad. En este doble movimiento surge el héroe: "el personaje en todo su esplendor, no sólo función en el mundo narrativo para ordenarlo y hacerlo comprensible sino referencia y relación con el mundo exterior, modelo de los valores del mundo exterior incrustado en el campo narrativo imaginario".
Como todo lo demás que existe en el mundo posible del texto, el héroe es una construcción imaginaria: una invención. Sin embargo, al estar construido en el cruce de diversos procedimientos narratológicos y fuerzas históricas y sociales (Bakhtin / Medvedev 1985), el héroe deviene un gozne que une una poética con un sistema de valores sociales que, si bien no lo determina absolutamente, sí lo modula en relaciones de asimilación o de polémica, situando al texto ya sea al interior de un canon reconocido o en una periferia que lo contesta. De este modo, el héroe constituye una categoría mediacional que articula dos instancias de lectura, una más bien sintáctica y atenta a los distintos procedimientos que los constituyen como un signo diferenciado y otra, más bien semántica, abierta a las variaciones de sus rasgos, primero, y a la variación de los significados que tales signos desean comunicar, después. A caballo entre narratología e Historia (así con mayúscula), el héroe (positivo) y su / la heroína se transforman en la imagen especular y reificada que una comunidad desea proyectar acerca de sí misma y en la traza escurridiza a la que continuamente volvemos al interrogarnos sobre ella.
Dos vías las variaciones en la necesidad ideológica de una historia de tener un centro organizador en torno al cual estructurarse, y las histórica y genéricamente moduladas variaciones de los investimientos semánticos que constituyen tal centro determinan la construcción y funcionamiento del héroe, regulado, en última instancia, por la conciencia el autor implícito de la que surge la intención de la obra en su totalidad. En este proceso el héroe acumula subjetivamente las significaciones que emite una sociedad o más bien un segmento de ella que al exaltar sus fundamentos, los afirma y los mitifica engendrando héroes que encarnan lo más "noble y complejo de su proyecto: lo más idealizado de su horizonte ideológico" (Jitrik). Todos tenemos nuestros propios modelos role models dijo una vez Woody Allen, y toda sociedad crea, se inventa optimísticamente para sí misma, los héroes que se merece de la misma manera como inventa los antihéroes que la contestan o paranoicamente los malvados que supuestamente la amenazan. Un síntoma de las tensiones pero también del dinamismo al interior de una comunidad es que los malvados y héroes de uno de sus segmentos sean los héroes y malvados del otro, como también es un síntoma de su mayor o menor pluralismo el que unos y otros puedan con más o menos censuras pasearse libremente sobre el escenario.
No es un azar, sino intención.
A diferencia de los rasgos de personas verdaderas que simplemente son, los rasgos de los personajes siempre significan; forman parte de un objeto
cultural signos que a través de diversos procesos de semiotización indican algo diferente de sí mismos.
Esta significación da cuenta de la prevalencia de ciertos rasgos sobre otros la propiedad, por ejemplo y de los rasguemas
las unidades de significación que sustentan tal propiedad y que determinan su posición diferencial en un sistema de valores estructurado.
Un personaje puede ser definido por su ser producto de un hacer anterior o por un estado que le permite un hacer posterior escribe Hamon en Texte et idéologique (1984). Un personaje fracasa o bien porque su hacer anterior o ausencia de tal quehacer lo han hecho incapaz de actuar adecuadamente, o bien porque se encuentra en un estado desde el que será incapaz de hacerlo en el futuro. En ambos casos, los éxitos y fracasos dependen del cumplimiento de tareas fundadas en las prescripciones y prohibiciones que regulan el mundo posible del texto.
El éxito del personaje continúa Hamon, depende así de su competencia, expresada en un saber mirar, un saber decir y un saber actuar. Su competencia en el manejo de las maneras de mesa, de las normas de la conversación, de las reglas de vestuario; de la ocasión y el modo de finiquitar los distintos tipos de negocios; de los tabúes y de las identidades sexuales; de las relaciones de clase, de las relaciones y conflictos entre diferentes grupos étnicos, políticos y religiosos y de las relaciones de familia.
El problema primordial para el personaje que desea mantenerse en su mundo posible es verificar que su código de conducta se corresponde c on el código de tal mundo. Quijano fracasa porque actúa de acuerdo al código de un verosímil desplazado. O asimilarse al código de un centro: en Cobro revertido, el sociólogo cae apuñalado porque su código no pertenece ni al de los exiliados ni al de las canadienses. Jamás logra decidir a qué centro asimilarse y, después del golpe, no lucha contra ninguno; ni contra los compañeros del barrio, ni contra los del liceo. También puede subvertilo, pero Zavalita escribe artículos sobre la rabia de los perros porque se bajó de su intento a medio camino y a Lucas en Una casa vacía (1996) de Carlos Cerda lo desaparicieron. Puede construirse otro, de puros cuentos, como los de Machos tristes (1992) de darío Osses o como Matías Vicuña de Mala onda (1991) de Alberto Fuguet creer que es el Catcher in the Rye aunque se parezca más al Jimenal de Edwards Bello. Lo que salva apenas a personajes como el sociólogo de Urbina o a Mario Jiménez de Skármeta es la carnavalización de su experiencia: la incorporación de una risa alegre toda la historia del sociológo es un gran chiste cruel pero revitalizador que insinúa la esperanza de un renuevo: si el sociólogo no se muere y se recupera de la cuchillada, quizás, se liberará, también del fantasma de la madre. De otro lado en Contreras, Franz, Gallardo y de la Parra se trata de personajes pequeñitos que deben para salvarse asumir como cosa normal su pequeñez insertados en un mundo mucho más grande que ellos y gobernado por leyes que apenas alcanzan a entender y que de ningún modo aspiran ya controlar.
La transformación del mundo que permite el éxito emancipador de sus protagonistas se encuentra ahora en otras series narrativas, particularmente con la transformación de la amada antes sólo emblema de la victoria y del deseo en un agente con mayor o menor éxito, pero ya de su propio proyecto. Engarzada a un largo proceso que comienza con la novelística de Mari Yan, María Luisa Bombal, Pepita Turina, María Elena Gertner y Mercedes Valdivieso, entre varias otras, esta serie encuentra en la novelística chilena un punto de viraje desde la periferia ¿la sala de estar de la loca criolla insinuada por Castillo (1992)? a un centro plurivalente en la novelística de Isabel Allende claro pero más decididamente en Ana María del Río, Diamela Eltit y Andrea Maturana.
Hablar
Callate, Camila; callate y escuchá, le dice la madre a Camila O'Connor cuando ésta comienza a despertar el enojo de su padre cuando saca la voz para
defen-der a Ladislao luego del sermón que denuncia el asesinato de Mariano.
La posesión del lenguaje la capacidad de contestar apropriadamente:
desde la posesión del lenguaje y desde su eficacia es otro rasgo fundamental en la caracterización de los personajes.
En un buen número de relatos, toda la historia del héroe o de la heroína no es otra cosa que acceder a un lenguaje reconocido.
El lenguaje de los personajes señala variaciones regionales, de clase y de poder, que en su conjunto apuntan a lo que Pierre Bourdieu en Ce que parler veut dire (1982)
llamó la capacidad de acceso al nivel de lo simbólico; en breve, las diferencias en el habla de los personajes son correlativas a su capital social y,
por lo tanto, a la mayor o menor eficacia con la que pueden desempeñarse en el mundo posible en el que viven.
Es la oposición entre los personajes que hablan y a los que se les habla.
La secuencia es una de las más importantes del filme: la advertencia
una explicitación de un código silencioso
naturalizado fue necesaria por la transgresión de la protagonista, ya no satisfecha con solamente escuchar en silencio muda con la boca abierta
como sus hermanas o balbuciando como su hermano, también mudo frente al poder del padre en un gesto que es correlativo al de María Luisa Bemberg,
insertándose en un oficio dominado por sus colegas masculinos. El fracaso del proyecto de Camila se debe menos a su propia incapacidad de llevarlo a cabo está
Rosas, la familia y la iglesia, de por medio como a la ineficiencia de su aliado, incapaz de romper sus lazos con una iglesia que, al final, lo descarta y lo abandona a su suerte.
Allí es donde el filme de Bemberg también es metáfora.
Uno de los procesos por donde ha discurrido la construcción de protagonistas femeninas ha sido a través de la novela de formación en las que el crecimiento y el aprendizaje es el foco de la escritura escribe María Inés Lagos en En tono mayor: relatos de formación de protagonista femenina (1996) con una variante no siempre ni necesariamente fracasada del Bildungsroman a la manera de Don Segundo Sombra. El conflicto, más bien radica, en que mientras en la serie masculina, la culminación del aprendizaje facilita la incorporación activa del héroe a la sociedad que ha contribuido a su formación, el aprendizaje femenino supone lo contrario: la continuación de una vida pasiva, ahora a la sombra del marido como se veía en las novelas de Mari Yan y Bombal, por una parte, y Teresa de la Parra, por la otra: el matrimonio es una cárcel dice la madre de Camila en una de las pocas ocasiones en que habla.
Sin embargo, de la misma manera como Hijo de ladrón es una historia de un aprendizaje subversivo en cuanto su culminación no coincide con la incorporación del héroe a un conjunto de comportamientos dominante también, el aprendizaje femenino encuentra una culminación exitosa aunque sin duda precaria; pero de eso es lo que precisamente se trata en una serie que va desde Más allá de las máscaras y Tiempo que ladra, por una parte, y, también en La mujer imaginaria de Jorge Edwards y en La historia oficial de Puenzo: en todas ellas se sale de casa.
El aprendizaje en estas historias, por una parte es político o artístico generalmente en tiempos de dictadura y, por la otra sexual: la protagonista femenina abandona el cuarto de estar al mismo tiempo en que comienza a entender el funcionamiento del mundo y a descubrir su propio cuerpo, invirtiendo el rol tradicional en ambas esferas; tanto en la novela de Guerra, como también en los relatos de Luisa Valenzuela y de Maturana. Este tipo de aprendizaje está, claro, ausente en las novelas de del Río, pero ocupa un lugar central en la de Guerra si bien esquemático y está también siempre presente en las novelas de Eltit. En todas ellas se trata de una apropiación del lenguaje erótico por parte de una narradora en el momento mismo de acceder a una experiencia que, al modificar los términos de intercambio de la seducción, subvierte sus sentidos radicalizándolos. La vuelta de tuerca adicional en Vaca sagrada (1991) de Diamela Eltit la desvalorización de la experiencia heterosexual no hace sino profundizar los sentidos de ruptura y de libertad.
Realidades ficticias
Pero sólo se trata de personajes. Como Barthes y Macedonio antes que él nos advertía al comienzo de esta sección, sólo
se trata de signos: de sustitutos. La noción es perturbadora porque va en contra de un reflejo profundamente arraigado en nuestros hábitos de lectura y
de análisis. La segunda acepción del Diccionario de la RAE informa que personaje es cada uno de los seres humanos, sobrenaturales o simbólicos,
ideados por el escritor, y que como dotados de vida propia toman parte en la acción de una obra literaria (RAE, 1984, s.v.).
Sin detenerse demasiado tiempo en ese como que establecería un parecido, pero no exactamente a menudo al describir una historia se
vuelve a narrar lo que los personajes hicieron o se describe cómo eran, aunque como Molina en
El beso de la mujer araña se tienda a usar el uso del presente; un síntoma, quizás, de que no se está demasiado seguro de su estatus ontológico.
En su Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Marchese y Forradelas (1986) relacionan la caracterización con el procedimiento usado para caracterizar ambientes o personajes (s.v.). Todavía se puede percibir aquí una concepción del personaje esencialista, según la cual el personaje tendría existencia aún antes de este procedimiento. Al contrario, deseo insistir que la caracterización incluye todos los procesos mediante los cuales el personaje se construye: no hay personaje antes de su caracterización. El término personaje como el inglés character tiene un origen metonímico o sinecdóquico: la persona máscara por la que un actor representa a alguien, el caso del término castellano; la marca dejada por el estilete en la tablilla de escribir en el caso del término inglés.
Sólo que el tropo se ha convertido en una catacresis, una metáfora de uso corriente que ya no se advierte como tal. No hay otro término para designarlos ni éste remite a otra entidad en un sentido directo y no figurado: el personaje es el personaje. Aún así quedan vestigios del sentido primigenio en el intento de encontrar los sentidos ocultos del personaje, de interpretarlo. Un reflejo utilizado con gran ventaja en las novelas realistas que no sólo intentaban crear personajes de verdad, sino también, personajes complejos, capaces de dar cuenta de una personalidad. Sin embargo, no hay nada detrás de la máscara. Si hay algo en alguna parte es en ese espacio que media entre las instrucciones parciales del texto nunca un personaje es descrito exhaustivamente y la reconstrucción llevada a cabo en la lectura, cuyo éxito depende de la competencia del lector para asignarles sentidos más o menos definidos a tales instrucciones.
Lo simbólico y su correlato necesario, la interpretación se ubica en el polo polémico de un continuum que por una parte rehusa aceptar que no hay más significado que el inmediatamente perceptible mientras que, del otro, afirma una literalidad y una individuación. No importa cuáles sean los mecanismos que impulsan el deseo de interpretar y los índices textuales que guíen tal interpretación, lo simbólico siempre descansa en una capacidad de generalización. Así, mientras menos individualizado sea un personaje mayor sería su potencial de generar el deseo de lecturas simbólicas: K de Kafka es más simbólico que Castorp de Mann. De nuevo, entonces, nos encontramos con gradaciones al interior de un continuum y las variadas condiciones de lectura y de reescritura modularán una (re)construcción y percepción más o menos simbólica o más o menos literal de cualquier tipo de personaje erosionando la idea de una polaridad absoluta entre un individuo y un tipo. Aun en las formas más estereotipadas de narración, siempre hay lugar para que un tipo el avaro, el don Juan, el elegante alcance un grado de individuación que le otorgue rasgos específicos, propios de tal versión del tipo y no de otra: Agustín Encina, aunque sea una maqueta del elegante santiaguino decimonónico es todavía Agustín Encina. Desde el otro lado, el más individualizado de los personajes encuentra un lugar al interior de la clase de la que forma parte; de otra forma sería ininteligible.
Del mismo modo, cuando una figura histórica forma parte del universo ficticio no debe ser entendida tanto como tal figura histórica la correspondiente a una enciclopedia del mundo real sino como su conceptualización (re)construcción al interior de aquella estructura significante fundamentalmente metafórica (Hochman, 1985) que es el texto expansión de un mundo posible regulado por sus propias leyes intrínsicas y modulado por la suma de conocimientos posibles y existentes en tal mundo posible. Frecuentemente, la mención o presencia de un personaje real en el universo ficticio cumple una función verosimilizadora (Barthes 1968a) incrementando la ilusión de realidad de los agen-tes ficticios al situarlos en un universo reconocido. Así, en El jardín de al lado de José Donoso, la "realidad" de Marcelo Chiriboga incrementa al ser incluido en un grupo que también comprende a Mario Vargas Llosa y a 'Gabriel García Márquez signos que supuestamente tienen un lugar bastante específico en la enciclopedia del lector. Que tal realidad sea deteriorada por su nombre, evidentemente irónico, es otro problema.
Como buen profesor de teoría literaria, Rojitas, el personaje central de Cátedras paralelas, (1985) de Andrés Gallardo comprende muy bien este procedimiento cuando introyecta a un tal Kurt Frenzel junto a Kristeva, Todorov y Brecht lo que le permite burlarse de su colega Mercado que no se da cuenta que Frenzel acaba de ser inventado por Rojitas. Claro, todos estos personajes en tanto forman parte del universo creado por Gallardo son ficticios: Brecht tendrá todos los atributos y cumplirá todas las funciones que le convengan al texto de Gallardo ya sea que se correspondan o no con el Brecht de carne y hueso, pero Kurt Frenzel, además de ficticio, es, también falso. No es sólo una invención de Gallardo sino una invención de Rojitas.*
Más a menudo, esta inclusión de un personaje real sin ser acompañada de una ironía que erosione su realidad forma parte del arsenal de recursos de cualquier texto narrativo que aspira a alcanzar un cierto tipo de verosimilitud: parecer verdadero. Una forma de este procedimiento ocurre con la inclusión de un personaje pseudo real; notablemente cuando se trata de un personaje ficticio presente en otra historia como la serie de personajes que se pasean de un episodio a otro en la serie de los Episodios Nacionales de Galdós o los que aparecen, con el mismo nombre y atributos en las distintas novelas de Philip Roth, o el mismo Marcelo Chiriboga de Donoso que, aparecido primero en El jardín de al lado, lo encontramos de nuevo en Donde van a morir los elefantes. De otro modo, es bastante correcto decir que todos, Kristeva, Brecht y Frenzel, son personajes de una novela de Andrés Gallardo.
Aun en los casos en los que el personaje real ocupa un lugar central en la historia Neruda en Ardiente paciencia de Skármeta o Nixon en el filme de Stone es siempre una proyección. Siempre adquiere sus funciones y rasgos característicos en relación al lugar narratológico que ocupa al interior de la ficción y sólo en forma secundaria en relación al lugar que ocupa fuera de ella: Neruda no es Neruda. Tampoco Nixon. Neruda es un personaje inventado por Skármeta modulado por sus propósitos específicos al escribir Ardiente paciencia. Así, ni siquiera se trata necesariamente de la conceptualización del Skármeta real, sino de la del autor implícito del texto skarmetiano. La serie de transformaciones y variaciones entre estas entidades con un muy distinto estatus ontológico no es muy diferente de las que cualquiera que ha tenido la oportunidad de ver las dos versiones cinematográficas de la novela de Skármeta puede observar entre esos dos Nerudas y esos dos Marios.
Esta autonomía textual siempre relativa toda vez que el texto no se completa sino en la lectura no impide que nuestra experiencia sea estéticamente diferente en uno o en otro caso ni tampoco cancela nuestro derecho a un disentimiento ideológico. La segunda versión cinematográfica de Ardiente paciencia es una hermosa y conmovedora historia con una indeterminación en la construcción de Neruda que ciertamente incrementa su relieve y el interés de su amistad con Mario; al mismo tiempo, al instalarse en una isla italiana en los años cincuenta, su asunto político es bastante diferente. Pero ese posible disentimiento es un problema de respuesta del lector y no necesaria, o exclusivamente, de producción textual. De cualquier modo, la manipulación del personaje real incrustado en el universo ficticio obedece a un proyecto comunicativo que no puede dejar de estar transido de intencionalidad para poder llegar a ser un signo: un texto que dirigido a alguien por otro alguien aspira a ser leído: interpretado. Lo mismo vale para cualquier otro personaje, se parezca o no a uno de verdad. Todos son signos.