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Sobre Hijo de ladrón de Manuel Rojas

Esta es una versión modificada del segundo capítulo de mi libro Continuidad y cambio (1992), basado en mi artículo sobre Hijo de ladrón aparecido en Hispania en 1992.*
H
asta hace muy poco... —digamos hasta alrededor de 1990 o hasta poco después de la entrada de Coronación (1957) de José Donoso y de La casa de los espíritus (1982) de Isabel Allende al curriculum de la escuela secundaria— Martín Rivas (1862) de Alberto Blest Gana e Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas eran aún dos de las novelas más conocidas en Chile. No tengo prueba de eso, pero lo intuyo. Ambas estaban firmemente establecidas en el curriculum de la escuela; ambas eran parte del canon literario. En todo caso, de ser así, esta situación cobraría mayor interés, si pensamos que la novela de Manuel Rojas se ubica, estética e ideológicamente, en una diametral oposición crítica con respecto de la de Alberto Blest Gana. Anticipémonos a decir, que responden a un proyecto literario y social —político— diametralmente opuesto.

La eventual salida de Martín Rivas del curriculum revierte —claro— esta situación... aunque quede la memoria de las múltiples teleseries basadas en la tal novela de Blest Gana.
Vamos por partes. En el espacio de noventa años que las separa, Martín Rivas e Hijo de ladrón ocupan dos vértices destacados en el paralelógramo de relaciones diseñado por la intersección de las historias de sus protagonistas: Rivas y Aniceto. Este dinámico sistema de fuerzas incluye las historias en Casa Grande (1908) de Luis Orrego Luco, en Juana Lucero (1903) de Augusto D'Halmar, en El Roto (1920) de Joaquín Edwards Bello, en La sangre y la esperanza (1943) de Nicomedes Guzmán y en bastante más.
Espacio excluido. Blest Gana —mejor, el narrador de Martín Rivas— explícitamente excluye el espacio más allá del medio pelo, al cual incluye, pero sólo para burlarse de él. Lo otro, es indescriptible:
“Dar una idea de aquella criada, tipo de la sirviente de casa pobre, con su traje sucio y raído y su fuerte olor a cocina, sería martirizar la atención del lector. Hay figuras que la pluma se resiste a pintar...”
Todas estas historias se alejan progresivamente del modelo postulado por Blest Gana: fracaso del héroe y del mundo burgués en Orrego Luco; aparición —con el Naturalismo de Juana Lucero— del espacio explícitamente excluido en Martín Rivas y, un aprendizaje militante y definitiva fractura de la unicidad del mundo en la novela proletaria de Guzmán. La singularidad de Hijo de ladrón (1951) radica en acelerar este desplazamiento estético e ideológico convirtiéndola —junto a Martín Rivas y El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso— en una de las novelas fundamentales de la literatura chilena.

Mientras Martín Rivas es la confiada afirmación de su título y de la conquista del espacio legitimado por la ley de una sociedad que se regocija en su pretendida unicidad, Hijo de ladrón busca afanosamente socavar tanto su título como la ley social que lo genera. Articulada como una polémica novela formativa, la novela de Rojas se desarrolla en función de una búsqueda que encuentra un éxito inestable y precario a través de un derrotero que es la imagen especular del alcanzado por Rivas.

La tertulia es aquí un cronotopo (Bakhtin); significa el espacio al que Rivas aspira a integrarse... y el espacio que —pasadas con éxito las pruebas— legitima —reconoce— su pertenencia al mismo.
Mientras el héroe de Blest Gana alcanza la heroicidad mediante un reconocimiento que, emanado de la autoridad y de la ley, lo integra al mundo como al feliz receptor del trofeo de los conquistadores situándolo en el centro de la tertulia, el de Rojas debe afirmar una marginalidad que, al dejarlo, voluntariamente y no ya por su filiación, fuera del circuito de la propiedad, lo libera de la arbitraria sanción impuesta por la autoridad y por la ley.

Reconocimiento y búsqueda son así los dos procesos antagónicos —pero correlatos necesarios— de las dos formas por la que Rivas y Aniceto se inscriben en el mundo de la novela: o bien de acuerdo con los valores naturalizados que conforman el imaginario de la tertulia o —por el contrario— en su crítica, desmitificación y rechazo. El paso de un sistema novelesco al otro se resuelve narratológicamente mediante la permutación desde el protagonista de una novela de pruebas que solitariamente debe superarlas con el fin de ocupar un único lugar de privilegio en el mundo, al protagonista de una anómala novela de formación que lentamente alcanza una transgresiva heroicidad mediante la apertura solidaria hacia el otro, superando, mediante el mismo proceso, su incapacidad y confusión.

¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es peor, confusa. La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho al otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada.

Y conté, primero atropelladamente, con más calma después, toda mi aventura.

El comienzo de Hijo de ladrón en forma de pregunta y de duda no es más que uno de los múltiples mecanismos por los que la novela de Manuel Rojas impulsa la transformación de las formas narrativas de la llamada novela moderna. Fiel a su vocación realista, el ordenado discurso blestganiano aspiraba a pasar desapercibido y postular así, transitivamente, la ejemplaridad de Rivas ya anunciada en la dedicatoria... En cambio, la novela de Manuel Rojas se propone como una escritura que, mediante sus avances y sus retrocesos, sus vacilaciones y sus forcejeos, ostenta e impone su materialidad proyectándose como un trabajo cuyo producto es el texto mismo. Más aun, los distintos procedimientos retóricos que sintomatizan las pretendidas limitaciones del narrador básico como lo llama Goic (1976) tanto subrayan la materialidad de su discurso como hacen que la recuperación del pasado quede traspasada con la incertidumbre de una conversación que constantemente elude sancionar un saber que de antemano la verifique como verdadera y correcta. En la novela de Blest Gana se trata de la afirmación de un saber que —en concordancia con el proyecto romántico–iustrado de su autor— intenta inequívocamente el “encomio de las virtudes y la fustigación de los vicios” (Blest Gana 1956) ya definitivamente determinados. En la de Manuel Rojas, en cambio, se trata de una búsqueda inconclusa que —a tientas— intenta desplazar el espacio del bien al situar en el centro del relato aquello que en la novela de Blest Gana queda suprimido y relegado a los márgenes anónimos del medio pelo. Hijo de ladrón es un conjunto de historias “de ladrones, de vagos y de vagabundos” según la describe Luis Alberto Sánchez (1968, 414); es decir, dicho de otra manera, del sector más exterior del impreciso, ambiguo y, por lo tanto, indescriptible mundo de la criada de las Molina y del anónimo —sin nombre— obrero con el que se casa la desafortunada Adelaida.

Texto en preparación...


Me he enterado por casualidad que tal artículo ha sido reproducido —sin habérseme notificado— en otras publicaciones acerca de Manuel Rojas.