Avantpropos
...alrededor de Canetti y Mafalda
Mafalda de Quino, Joaquín Lavado Tejón, (1932 2020)
Junto al búlgaro, la primera lengua nativa de Elías Canetti (1905 1994) fue el ladino, entremezclada con el alemán, la segunda lengua usada cotidianamente en casa. Su familia, cuyo apellido original antes del decreto de expulsión dictado por Isabel y Fernando el 31 de marzo de 1492 era Cañete, dejó Bulgaria en 1911 y se trasladó a Londres. Tras la súbita muerte del padre un año más tarde, la madre llevó a sus tres hijos de vuelta a Europa continental, instalándose alternativamente en Viena, Zurich y Fráncfort.
Allí, durante las protestas callejeras en 1922 luego del asesinato del ministro alemán de Relaciones Exteriores Walther Rathenau por parte de la organización ultraderechista, anticomunista y antisemita Cónsul, Canetti tuvo las primeras experiencias directas de la conducta de la muchedumbre en la calle las que le dejaron (nos dice Wikipedia) una profunda impresión. No fueron las únicas; también fue testigo de las de la noche de los cristales rotos (Kristallnacht) del 9 al 10 de noviembre de 1938 que aceleró su decisión (como si le hicieran falta más anuncios) de escapar del nazismo y mudarse a Londres hasta el fin de la guerra. Con el tiempo sus reflexiones sobre tales experiencias se plasmaron, primero, en su novela Auto de fe (Die Blendung) de 1935 y luego en Masa y poder (Masse und Macht) de 1960.
Leí Masa y poder ese minucioso, fuertemente metafórico, expresionista y larguísimo ensayo (sobre 450 páginas en la edición en inglés de Carol Stewart que es la única que todavía tengo a mano) con grandes intervalos, dejándolo por semanas sin tocar sobre mi velador, agotado por su densidad, saltándome en ocasiones varias páginas para sólo después de meses volver a ellas, a comienzos de los noventa... del siglo pasado.
En estos días de 2023 en que nos acercamos a septiembre y escribo esta hoja a mediados de agosto, he recordado de nuevo la idea canettiana del aguijón sting en inglés, que tanto mejor que en castellano si queremos jugar con la polisemia de los vocablos, además de aguijón, equivale también al sustantivo picadura o punzada y a los verbos escocer, arder en su sentido figurado y, en otro nivel de entendimiento, equivale también a remorder, en el sentido moral y ético de remorder la conciencia, y de ahí, con un muy pequeño salto, aguijón se emparienta también con remordimiento y con otra vuelta de tuerca, con resentimiento. Como lo entiendo, el aguijón de Canetti, junto a la molestia, la irritación y el dolor (físico, sicológico, espiritual), trae consigo así también las ideas, las sensaciones más bien, de culpa y de odio.
Seguramente todos recordamos el dolor y el escozor de la picadura de una abeja; recordamos la permanencia de su aguijón incrustado en nuestra piel.
El aguijón en Canetti es lo que va junto a una orden, a un imperativo categórico, a un decreto que sin alternativa viable o posible, debemos obedecer so pena de sufrir un gran daño o castigo. En una situación de dictadura el aguijón se vuelve inescapable; su presencia real, efectiva o virtual siempre amenazante sobre nuestras cabezas tiñe, modula, contagia y contamina todas nuestras relaciones cívicas y sociales.
Como el de la abeja, el aguijón social de Canetti permanece en nosotros como un cuerpo extraño; la picadura adolorida que se registra en la memoria del imperativo social, político, moral comandado por la ley del dictador aun en contra de nuestras propias convicciones, creencias o tendencias sociales, políticas, éticas o morales.
El giro perverso en esta dinámica del aguijón es que Canetti parece decir parafraseo desde la memoria de mi lectura que para liberarnos de él debemos transmitir la orden a nuestros subalternos en una espiral sin término, sino en un agotamiento total y absoluto: de víctimas, nos transformamos también en verdugos, al muy menos en cómplices (in)voluntarios... o nos quedamos en el camino; en España, en Chile, en Argentina, o en Bulgaria al fondo de una cuneta o al fondo del mar.
No siempre es así de dramático o definitivo.
Las dictaduras de Franco, de Pinochet, de Stalin, seguramente las de Dimitrov o Chervenkov en el caso de la Bulgaria de Todorov, están jalonadas de grandes y bien recordadas atrocidades: están jalonadas de degollados, de quemados, de mutilados, de fusilados, de humillados, de exiliados, de relegados. Hombres y mujeres por igual.
Hay, sin embargo, otro nivel gris y diario de nuestra conducta presente en toda dictadura.
Parafraseando un título de Freud, se llamaría el insidioso envilecimiento de la vida cotidiana que se expresa y se lleva a cabo mediante la pequeña mentira, el pequeño ocultamiento; el constante y forzado disimulo y la forzada simulación banal.
Es un envilecimiento que no deja grandes víctimas evidentes o inmediatas; podemos asegurar, podemos llegar a creer con profunda convicción y con atinada razón quizás, que con ello no le hacemos no le hicimos directamente gran daño a nadie.
Salvo a nosotros y a nosotras mismos y mismas como se evidencia / se evidenciaba cada mañana al mirarnos la cara y los ojos huidizos en el espejo del baño.
No tiene ni tuvo la fuerza ni el dramatismo del aguijón.
Como diría Mafalda es / era sólo una indeleble basurita obstinadamente pegada en nuestro ánimo o en nuestra alma, como quieras llamarlo, que todavía no nos la quitamos de encima.
Saint Paul, septiembre de 2023