Grosellas

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En la vida de [esta] mujer ... ha habido momentos de desmesurada dicha, en que le ha parecido tocar el cielo con las manos ... ha tenido hijos que han constituido el centro de su universo y que luego se han vuelto casi ajenos...

Esther Tusquets
“Dos viejas amigas”

Teresa Capellán Rodríguez

Sobre Grosellas:
Teresa Capellán era la madre de las cuatro niñas que Monche cuidaba semana por medio mientras estudiaba en Santiago. Haz click aquí para ir al comienzo de Grosellas.

Santiago, otoño de 1953 – primavera de 1961.
Teresa comenzó sus estudios en la Escuela de Medicina de la Universidad Católica en marzo de 1953. Cinco años después, al comenzar su rotación en Pediatría, conoció a Mauro Becerra.

EF

La numerosa familia Capellán Rodríguez vivía en una enorme, laberíntica, casa de una planta situada en la Avenida Santa Rosa a conveniente distancia del colegio Hispano Americano al que asistieron los cuatro hermanos y a sólo unos pocos pasos del María Auxiliadora al que asistieron las cuatro hermanas. Ser la menor le había enseñado a Teresa que la vida en casa de una familia numerosa a menudo se regía, si no por la ley de la selva, al menos por la del gallinero. Estuvo claro desde el principio, desde mucho antes que Teresa cumpliera los 13 años y comenzara las Humanidades, que Alberto hijo, el mayor de los hermanos, sería el principal heredero. Desde que se graduó del Hispano, hacía entonces ya ocho años, Alberto era el encargado de las compras y de los tejemanejes administrativos de la tienda de telas y lencería propiedad de la familia ubicada en la esquina de San Diego con Manuel Antonio Matta, mientras Carlota, la hermana que le seguía a Alberto en la sucesión cronológica, se había hecho cargo de las cuentas.

Teresa, consciente desde muy temprano que en la familia cada miembro estaba muy metido en lo suyo ignorando a los demás, exploraba su pequeño mundo por su cuenta muchas veces a contracorriente y siempre sin miedo. Para bien o para mal, con su bien excepcional inteligencia e intuición, a menudo sorprendía al resto de la familia con alguna de sus ocurrencias: desde montar un teatro de títeres en el patio bajo el limonero a organizar una recogida de libros de niños en el barrio para donarlos al hospital infantil a dos manzanas de distancia.

A comienzos del verano de 1953, cuando ella recién se había graduado del María Auxiliadora la primavera anterior, Pilar y Sebastián, los hermanos que seguían a Carlota, ya habían logrado que la fuente de soda que en sociedad habían abierto en la Alameda cerca de Avenida Dieciocho, tuviera una buena estable clientela; Guillermo, el siguiente en la línea temporal, criaba gallinas ponedoras y cultivaba almendras y nueces en la parcela cerca de Maipú que compró con el dinero adelantado que recibió a cuenta de su futura herencia; Conchi continuaba luchando con sus indecisiones, demonios y fantasmas; y Alfonso, siempre un poco tarambana, sin demasiada aprobación por parte sus padres, convertido en pianista, tocaba tangos y boleros en el “Pigalle”, el afamado club nocturno de la Avenida Catedral situado a unos pocos pasos de la Plaza de Armas.

Aunque no a Conchi, siempre conocedora de sus planes, temores y sueños más íntimos, ese año Teresa sorprendió al resto de su familia durante el almuerzo del primer domingo de marzo cuando a la hora de los postres anunció que había sido admitida en la Escuela de Medicina de la Universidad Católica.

—Tengo que decir algo importante.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora? —le preguntó Carlota.

—¡Teresa se nos casa! —gritó Alfonso.

—No barbulles otra de tus necedades —le gritó Alberto Capellán padre.

—Quiero anunciarles que en siete años más seré médico.


Tal como lo había anunciado ese domingo en la mesa del comedor, en la primavera de 1960 Teresa recibió su diploma de Médico Cirujano. Dos años antes, al comienzo de su residencia en Pediatría, había conocido a Mauro Becerra quien entonces era su profesor, pero muy pronto, con un halago obsequioso tras una respuesta acertada y perspicaz sobre un posible tratamiento, con cederle la palabra para que comentara a sus compañeros un procedimiento inusual, más adelante con una casual invitación a un café al encontrarse por casualidad en el casino de la Escuela, con un breve comentario sobre la última película de Marilyn Monroe que había causado conmoción y no poco escándalo ese verano, Becerra comenzó a cortejarla.

Entre risas irónicas, miradas de reojo a las supuestas víctimas y molestas caras severas, de boca de secretarias, de enfermeras y de algunas estudiantes corrían serios rumores sobre Mauro Becerra. Se hablaba de flirteos; de piropos trillados y de coqueterías; de comentarios sugestivos; de toqueteos en escaleras y ascensores; de besos, agarrones y subidas de faldas en su despacho. Se rumoreaban escapadas a su apartamento en Providencia que luego rápidamente quedaban en el olvido como si nada nunca hubiera pasado. Como un gran secreto a voces se decía, siempre muy sotto voce, que con Mauro Becerra había que andarse con cuidado.

Como todo el mundo en la Facultad, Teresa estaba al tanto de todos estos rumores, pero no se amilanó; se sentía halagada por Becerra y pensó que podía mantenerlo a raya. Sentía que había algo en Mauro, ya comenzaba a llamarlo Mauro, que la atraía. Quizás era su concienzuda y habilidosa dedicación a su trabajo; quizás la destreza con la que les quitaba el miedo y el susto a los niños hospitalizados; su irónico sentido del humor; fornido, de ojos claros, bastante alto, Teresa le llegaba apenas un poco sobre los hombros, su buena pinta, claro. Todo eso la atraía, le hacía respetarlo y admirarlo; poco a poco, sí, le hacía quererlo.

Desde el comienzo de su rotación en Pediatría y luego cuando ya había pasado a Ginecología y comenzaba su último año, Teresa se había sentido halagada, tratada de una manera diferente por un cortejo que Becerra, por su parte, quizás porque a sus treinta y siete años ya deseaba asentar cabeza y comenzar una familia; quizás porque se había enamorado y le encantaba la inteligencia alegre de esa oriunda del nuevo Santiago–Centro profundo, se había esmerado en mostrarse solícito, sinceramente amable y cortés. A su modo de ver, Teresa era sencilla, honesta y espontánea; sobre todo sin ninguna de esas mañas y soberbias consentidas tan propias de sus primas, siempre posibles candidatas para un matrimonio, que habitaban su entorno más inmediato: ese entorno de las viejas familias santiaguinas.

La mañana del lunes catorce de marzo de 1960, mientras se miraba satisfecho en el espejo y terminaba de anudarse su mejor corbata, Mauro Becerra Santa Cruz Yáñez Risopatrón decidió obviar ese entorno inmediato suyo y, Dios mediante, casarse con Teresa; una mujer bella, inteligente, simpática y que, buena católica, sin duda sería también una buena y fiel esposa y una buena madre de sus hijos.

Era un buen plan, una buena decisión; salvo que todo su hasta entonces bien planificado caballeroso cortejo estuvo a punto de quemársele en la puerta del horno cuando esa misma tarde, quizás porque se distrajo, quizás porque se calentó demasiado, quizás porque simplemente estaba en su temperamento de macho fuerte el hacerlo, ahí esa tarde, mientras le besaba suavemente los labios, abrazándola con sus manos por la cintura y sentía su calidez, su aliento, su perfume, acaso lavanda o vetiver... sintió como una punzada su repentina erección y entonces de improviso, en un arrebato, sin amago de contenerse, la alzó fuertemente hacía sí, hacía su propio cuerpo caliente, cogiéndola por más abajo de sus caderas, cogiéndola por el culo, digamos, lo que para su increíble sorpresa  —no sé qué otra cosa se esperaba— provocó el inmediato, instintivo, brutal, rechazo de Teresa.

Roja de vergüenza se separó bruscamente empujándolo con sus puños en el pecho y gritándole.

—No. No, Mauro. Yo no soy como las otras.

Se dio media vuelta y salió.


Se dio media vuelta y salió.

Salió... ¿Cómo?

En un momento durante la escritura de esta historia, Gilberto Trejo pensó que era importante señalar cómo salió Teresa de allí luego del ¿asalto? de Becerra. Le parecía que era pertinente dejar en claro que Teresa no había perdido su compostura. De este modo, en una primera versión escribió:

“Se contuvo y no cayó en ese estereotipado, teatral y ridículo gesto de salir corriendo; pero sí se dio media vuelta y salió a pasos rápidos golpeando con sus tacones ese suelo ingrato de baldosas blanquinegras.”

No le gustó eso de “baldosas blanquinegras” y la versión por la que se decidió le pareció suficiente, concisa, algo enigmática y más elegante.
Vale.

EF

Ninguno de los dos durmió esa noche.

Ella herida en su pudor de virgen; preguntándose con católica femenina culpa qué había hecho ella para provocar tal grosera movida de Becerra.

Qué tanto se había ella insinuado.

Qué tanto le había dado a entender a Becerra un deseo oculto; oculto incluso para ella.

Qué tanto lo había ella provocado.

Vergüenza y culpa.

Doble vergüenza y culpa al pensar que las manos de Becerra en su culo la habían perturbado, asustado..., pero que también, extrañamente, inesperadamente, ahora que lo recordaba, ahora que en su mente volvía a sentir las manos de Mauro, le había... molestado, enfurecido... sí, pero también...

No se atrevía a decirlo; le había, sí, le había gustado.

No, gustado no: la había excitado.

Vergüenza y culpa porque sentía que al recordar las manos de Mauro en su culo se le despertaba el deseo; ese deseo que ya hacía meses que le daba vueltas por el pecho y la garganta; ese deseo que le enrojecía la cara de ganas, pero también de miedo; ese deseo que sabía, así se lo habían enseñado las monjas del Auxiliadora, ese deseo pecaminoso.

¿Qué debía hacer?

¿Hablar con Conchi?

No, con Conchi ahora no; con Pilar, menos.

Con Alfonso ni pensarlo.

Esto era algo para ella sola; para ella sola y su cuerpo.

Algo entre ella y Mauro.

Lo deseaba, ahora estaba más claro que nunca que lo deseaba, pero debía mantenerlo a raya.

Aún confundida, justo antes de dormirse, cuando por fin ya llegaba la mañana, se dio cuenta que mientras seguía pensando en su cuerpo, ya no sentía ni vergüenza, ni culpa, ni miedo; sólo deseo.

Una extrañamente, nueva, agradable sensación de deseo.

La culpa si acaso, fugazmente pensó, vendría después.

Ahora, mientras respiraba suavemente tendida en su cama de sábanas inmaculadas, con ese experto conocimiento fisio–anatómico aprendido en sus clases en la Facultad, se frotó su clítoris y pecó.

Él, maldiciéndose a sí mismo, en cuanto llegó a su casa de Matilde Salamanca, no a su apartamento de soltero en Avenida Manuel Montt, se dio una ducha fría y se masturbó.

No, no está todo perdido.

Tengo que disculparme, pedirle perdón; prometerle ser... más respetuoso,

Más... comedido.

Tengo que explicarle que lo que siento por ella es tan fuerte que pierdo la cabeza.

Cuidado, cuidado; que no parezca que te estás justificando. Tengo que pedirle perdón sin que se me noten los peros.

Se me pasó la mano.

Literalmente se me pasó la mano.

Y está bien.

Está bien que no me haya permitido manosearle el culo.

Lo confieso; me hubiera decepcionado.

Tiene razón Teresa: no es como las otras.

Ésta es una esposa; la que será la madre de mis hijos. La fiel madre de mi hijos.

¿Por qué Dios me habrá hecho tan devoto y al mismo tiempo tan caliente?

Llevo tres meses de célibe; tengo que casarme pronto, si no, no aguanto.

Me ha hecho bien Teresa; tiene razón el padre José Ramón; desde que salgo con Teresa casi no miro a las otras; ni siquiera a Mari Carmen, ni siquiera a esa puta caliente de Mari Carmen.

Estoy enamorado de Teresa.

Me gustó verla el domingo en misa.

Me gustó que haya querido venir a mi parroquia; la iglesia es de las que más se parece en Santiago a la de Colonia.

Bueno, se parece un poco.

Las torres, algo, la fachada..., no tanto.

Adentro, para nada.

A veces creo que me hubiera gustado haber nacido en Alemania; ir a misa a una iglesia con un órgano de veras.

Me gustó cómo la luz del vitraux le caía sobre su cara diáfana.

Y con su mantilla bordada se veía preciosa.

De luna de miel, me gustaría llevarla a Colonia.

En el fondo soy un romántico.

Auténticamente romántico.“Alma de iglesia gótica” como dice el padre José Ramón.

Mauro Becerra tenía razón. No todo estaba perdido, muy por el contrario. Después de un primer auspicioso encuentro al que a modo de ofrenda llegó proveído con una rosa amarilla y otra blanca, Becerra, sinceramente arrepentido y contrito, hizo un no muy largo camino de muestras de arrepentimiento y de buena conducta en el que al final Teresa, sin artificiosamente hacerse de rogar, accedió a que comenzaran de nuevo casi como al principio, de tal manera que tres semanas más tarde, después de compartir un pastel de manzana en el recientemente redecorado Café Serrano, aceptó su propuesta de matrimonio y luego de complicadas negociaciones familiares y eclesiásticas resolvieron que la boda sería la primera semana de enero.


Yup. Así de simple: aquí el conflicto se resuelve enseguida.

Haciéndoles un favor a todos sus posibles lectores, Gilberto Trejo rehusó introducir en este punto de la historia ese ya nauseabundamente trillado procedimiento de la demora: esa temporal interrupción de un noviazgo o relación amorosa luego de un conflicto, aunque por nuestra experiencia de lectores ya sepamos que será resuelto en dos (o cien o doscientas) páginas más adelante.

Pasemos ya a la secuencia del matrimonio y deseémosles a Mauro y a Teresa toda la felicidad del mundo. Ya sabemos que cuando Monche entre en sus vidas una década más tarde todavía estarán felizmente casados (aunque eso de felizmente casados haya que tomarlo con un cierto sentido irónico, por una parte, y como una forma fácil y estereotipada de terminar este párrafo, por la otra).

Es posible, sin embargo, tal como me lo hizo ver mi amiga Elena Zúñiga, que la razón por la que pasamos rápidamente a la secuencia del matrimonio se debe simplemente al hecho que Gilberto Trejo se pasó meses embadurnando papeles, pero fracasó irremediablemente en su intento de crear una trama que fuera medianamente convincente y, en el contexto de esta historia, que fuera también narratológicamente verosímil.

EF

Un importante detalle, que para nada había entrado en los cálculos de Teresa cuando hizo su anuncio ese domingo ya lejano en la mesa del comedor, fue que Mauro Becerra le hizo saber que él esperaba, como cosa sacrosanta, que una vez que comenzaran a llegar los hijos a la familia, Teresa dejara el ejercicio de la profesión y se dedicara como madre y esposa sólo al cuidado de la casa en la que tendría —le prometió— absoluto dominio con lo que él, luego de conversarlo, jamás se interpondría en ninguna de sus grandes o pequeñas decisiones.

Parecía un justo y equitativo acuerdo entonces, muy en línea con lo que todavía eran los usos y costumbres mayoritarios del Chile de comienzos de los sesenta, pero fue una de las importantes decisiones de las que Teresa amargamente se arrepentía una década más tarde para el tiempo en que Monche entró en su casa.

Una semana después de celebrada la boda en la Iglesia de la Divina Providencia el sábado siete de enero de 1961, Mauro Becerra cumplió su deseo de visitar con Teresa la catedral de Colonia de la que sin ropas adecuadas, muertos de frío, se escabulleron antes de que terminara la misa, corriendo al hotel de cama ancha y sábanas blanquísimas suaves al tacto, donde permanecieron el resto del día y cuando, llegada la noche, la mucama de vestido negro, cofia y pechera blancas les llevó la comida ya sabían que no estaban arrepentidos.

Por otra parte, Teresa nunca pudo dejar la profesión o, mejor dicho, la dejó apenas comenzada. A pocas semanas de su regreso a Chile después de pasar por las catedrales de Colonia, de Chartres y de Burgos, inútilmente esperó que le llegara la regla. Pía, la primera de sus hijas, nació la madrugada del jueves 26 de octubre de 1961 y año por medio la siguieron Regina, Margarita Consuelo y Soledad.

Gilberto Trejo

Mauro Becerra
Mari Carmen
La Escuela
y luego
Pater Noster

Última modificación: 3 de octubre de 2025.



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