Grosellas

  Hebras narrativas

An Inexhaustible Will
Diecinueve años después, en junio de 1986, Elvira recordaría el cuchitril de calle Bustamante...
...y su lugar con Ramiro en la pensión cerca de Plaza Brasil.

Quiero escribir, pero me sale espuma,
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo.
César Vallejo
“Intensidad y altura”
Poemas humanos

Allá dejaban los cadáveres a la vista de todos, haciendo gala de crueldad y de prepotencia; aquí los ocultan, como si les avergonzara haberles matado. Allá dejaban los cadáveres tirados y descubiertos, para que todos viéramos el horror de la sangre, salpicando la hierba y los adoquines negros; aquí los ocultan para envolvernos a todos en una niebla gris de soledad, de temor y de silencio.
Begoña Blanco Busquets
Notas a mí misma
Santiago, octubre de 1974

Urdir historias

Que por qué no escribo nada sobre la dictadura como quería Majid?
Tendría que escribir como escribió Donoso en su desesperanza; inventando un Santiago de calles de nombres ilustres e históricos ahora resbaladizas cubiertas de sangre coagulada; colmadas de locos desnudos alimentándose de frutas podridas y agusanadas; calles ahítas de mujeres colgadas boca abajo de los hilos del teléfono; mujeres violadas, quemadas, degolladas, desdentadas, despanzurradas, arrojadas contra las paredes de sótanos donde reverberan los ecos de músicas festivaleras.

Festivales de la canción, como si nada, como si nada pasara; la vida sigue igual canta el otro imbécil... después del hijo de puta de Libre y miles de voces chillan cuando este otro dice Galicia como si fuera otra de sus minas que se lleva por diez centavos y una copa de sidra ácida a la cama.

Mientras tanto, la Judit de Donoso camina por esta otra ciudad sitiada, desciende a sus alcantarillas más inmundas y nauseabundas; llenas de mierda; camina de noche rodeada de ratas y de perras en celo; llega al palacio, se desnuda frente a ese Holofernes miserable, lo seduce, se acuesta con él... y no llega a matarlo, sacrificando su sacrificio.

¿Que por qué no escribo?
Porque cuando lo intento me atoro, me atraganto, escupo vidrios y me ahogo.


Elvira Codulá
Olympia, Washington, octubre de 1986

Curacautín, miércoles 25 de junio de 1986

Elvira, Ernesto y Engracia salen de caza.

Mi madre saboreó con gusto la tórtola que esta noche le prepararon especialmente para ella en el hotel. Está mucho más delgada que cuando nos encontramos en Burgos hace tres años. Su pelo ahora reluce ya casi todo blanco y muestra arrugas más profundas en la frente, alrededor de sus ojos y de sus labios. Pero su cuerpo, todavía ágil, llena bien su bañador de ese rojo brillante escandaloso; todavía habla y camina con la misma irritante seguridad, determinación y porfía, que le conozco desde que yo era una niña. Todavía parece siempre despierta, como si recién hubiese salido de la ducha. Por una vez, me alegro que mi padre, como siempre, haya exagerado sus achaques.

Veintidós años más tarde, mientras limpiaba el velador de mi padre luego de su muerte en junio de 2008, encontré las tarjetas de embarque suya y la de mi madre para un vuelo de Iberia Santiago a Madrid fechado el 17 de mayo de 1983.

Encontré también el recibo de una cena ocurrida el día viernes 20 de mayo de ese año en el Restaurant “Don Nuño” de Burgos. No lo recordaba, pero según el recibo, ese día compartimos morcilla burgalesa y gambas a la plancha como entrante; comimos lechazo y cochinillo asado como segundo; bebimos un vino tinto de la ribera del Duero y de postre ellos pidieron natillas y yo pedí queso de Burgos con miel.

Recuerdo que al día siguiente mi padre se empeñó en que subiéramos en el coche hasta el Monasterio de Valvanera; un hermoso lugar en medio de la sierra riojana. Lo notable del paseo, sin embargo (lo que hasta ahora todavía me intriga y más recuerdo), fue que mientras estábamos allí mi padre se apartó varias decenas de metros de nosotras y adentrándose en el bosque de hayas colindante pasó su buen par de minutos balbuciando algo que más tarde rehusó decirme de qué se trataba.

Elvira Codulá
Umeå, Suecia, febrero de 2009



Ernesto no aprendió nunca a cortar el jamón tan bien como Engracia. Pero cuando cortaba las lonchas para Tomasa, le quedaban casi perfectas. Por eso, por las miradas de ojos brillantes y saltones, por los obsequios coquetos de una muestra de queso azul fresco, por la demora ridícula en marcharse aunque ya se hubiesen despedido más de dos veces, siempre supe que allí había algo; mucho antes de que ellos mismos se atrevieran a confesárselo.

A ellos su afer les duró poco. Lo que dura una primavera; tres meses, de septiembre a diciembre. Pero él y mi madre habían ya inaugurado ese largo silencio de meses —¿hasta abril? ¿mayo?— en los que se hablaron con monosílabos, sin nunca dejar de mirarse con rabia y con vergüenza, con sus ojos puestos cada uno hacia el otro lado, ignorándonos todos a la hora de la cena, sin importar lo que yo les dijera, ni siquiera cuando les contaba acerca de los regalos que me hacía Carlos Labarca.

Ese sábado en el que a la vista de todos, mi padre y Tomasa se dieron ese largo beso, Maruja y yo andábamos revoloteando por toda la casa, imitando a nuestras madres, hurgueteándolo todo, probándonos sus vestidos, medias y sostenes; sus cremas, coloretes y carmines; asomándonos al salón de sus bailes, riéndonos de sus ritmos pasados de moda, bebiendo sus conchos de vino y de champán, comiendo sus restos de almendras saladas y de aceitunas rellenas; envidiándolos también; resintiendo que no invitaran a más niñas de nuestra edad a sus fiestas. Ese beso lo cambió todo; por un instante se detuvo la fiesta; Maruja me miró con la boca abierta y con sus bobos ojos burlones. Ya no fuimos amigas.

Volver a El instante de la foto.

Don Emilio había querido celebrar a lo grande los cincuenta años de su mujer. Contrató a la orquesta de uno de los clubes de la calle O'Higgins y le ordenó al padre de Aníbal que fuera a “La Moderna” a cobrar un pagaré vencido y que comprara baratos dos corderos en la carnicería que Rafael Mendoza había recién abierto en Cunco. Enseguida, molesto con que su empleado siempre pareciera estar murmurando algo en su contra, terminó en menos de un minuto sus casi veinticinco años de contrato de palabra, le dio un último sobre con algo de dinero dentro, le dijo que ya no necesitaría más de sus servicios y que se buscara otro trabajo.

Celebró las tres cosas —las cuatro, en verdad, si se cuenta la derrota de Allende el día anterior— con un vaso de vino añejo que bebió lento y solo en su despacho mientras, en un vanidoso gesto de generosidad o de contento, tachó el nombre de Nazario Borrajo de su cuaderno de tapas verdes, pero yo ya no pude entonces jugar con Aníbal los domingos en la despensa.

Eres estúpida y arrogante, Monche. Crees que te quitarás tu culpa de sobreviviente, cargándomela a mí o a otros. Mejor te quedas feliz con tus rebecos. Tanta pequeñez, tanto horror, tanto miedo miserable. Esa tarde de mierda en la que Majid se atrevió por fin a contarme que había decidido irse a Princeton, me preguntó desafiante por qué yo, que me gustaba tanto sumergirme embelesada en las palabras, no escribía nada sobre la dictadura. No supe qué contestarle entonces y me fui por las ramas, pero la verdad es que no he querido, y además lo mejor que se ha podido escribir ya está hecho; a veces en menos de diez líneas, como en ese cuento tonto, cruel, terrible y magnífico de Leandro donde lo encuentras todo: desde el miedo que te hace esconderte, hasta la traición inocente y la más pura miserable mala suerte.

Perdóname, Aníbal, yo también tuve miedo. Cuando tu papá te pegó esa bofetada tan fuerte, casi me morí de susto; creí que me pegaría a mí también y no me atreví a devolverle los caramelos que tú me habías regalado. Antes de que él abriera la puerta de golpe, encendiendo la luz y rompiendo nuestro hechizo, te habías quedado mirándome. Te gustaban mis ojos, me dijiste, y a mí me gustó quitarte tus gafas para verme yo en los tuyos, feliz, gozándote eternamente en esa despensa, como si no existiera el tiempo.

Es cierto, me quedé callada y lloré toda esa semana, sin poder dormir, atormentada por mi vergüenza. Te prometí que sería valiente y que nunca más tu papá ni nadie te pegaría otra vez por mi culpa cuando fuimos juntos a la Calipso, nos tomamos esa leche con plátano y yo te di otro beso.

¿Dónde estabas esa otra noche, Aníbal? ¿Esa otra mañana? ¿Adónde es que habías ido? ¿Por qué es que no puedo imaginarte? ¿Por qué es que no puedo escribir ese horror espantoso?

Aníbal, mi amor. Te despertó el graznido espantado de los queltehues, el aleteo despavorido de las torcazas; el humo picante de las bengalas.

No seas imbécil, Elvira. ¿Qué mierda escribes? No hubo queltehues, no hubo torcazas, no hubo bengalas. Sólo una patada en la puerta la que cedió feble como una cortina de paja.

—Necesito mis gafas —dijiste.

—No se preocupe, señor; no las va a necesitar —te dijeron.

No seas imbécil, Elvira.

—Necesito mis gafas —dijiste.

—No te preocupí, concha'e tu madre. Pa' onde te llevamoh no lah vai a necesitar.

—No puedo ver nada sin ellas —insististe.

—¿Y pa' qué querí mirar, huevón?

Aníbal, amor, estuviste tan livianamente conmigo, como un pájaro, como una libélula que se asoma, revolotea, se posa en una hoja de parra, agita sus alas transparentes y se va rápido de nuevo.



Recuerdo; claro que recuerdo.

—Me voy, ya se me hizo tarde, Chiquita.

—¿Seguro que ya tienes que irte?

—Mmm, mmm.

—¿Cuándo vuelves?

—Pasado, o el miércoles, o el jueves... Por ahí.

—Por ahí. Aníbal, lindo, cuéntame, ¿qué habrías hecho, si yo no me hubiera venido a vivir contigo?

Chiquita, después del polvito de esta tarde, no puedo imaginar nada mejor que tenerte aquí conmigo.

—¿Te gustó? Pero, dime. ¿Qué habrías hecho?

—Nada; habría estado solo escuchando la radio y fumándome un pucho.

—¿Seguro que no habrías invitado a otra?

—Seguro, Chiquita. Te invité a ti, no a ninguna otra.

—Tan tierno cuando quieres, tonto lindo. Mírame, Aníbal. ¿Te gusta verme?

—Sí, mi amor, pero ya tengo que irme.

—Entonces, pásame el camisón. ¿En serio que no quieres jalar otro poco?

—Sólo una chupada. ¿De dónde la sacaste?

—Me la dio un compañero de la escuela.

—¿Y él de dónde la saca?

—Del patio de su casa; Peñalolén.

—Yo debería cambiarme; en la mía son muy serios.

—Y es más entretenido que tus leyes o que tus reuniones. ¿Sabes cuál es el origen de quilombo?

—No.

—Primero fue un poblado de esclavos cimarrones; en el lunfardo es un prostíbulo. Pero en Chile es un desorden.

—¿Cómo así?

—Las palabras cambian. Todo cambia.

—Eso sí que es verdad. Y si empujamos un poco cambiarán más.

—¿Más?

—Hasta acabar con todos ellos.

—¿Por qué odias tanto a los ricos, Aníbal?

—Yo no odio a los ricos, Elvira.

—Pero quieres acabarlos, eso es odio.

—Yo odio a los abusadores; a los explotadores.

—Pero, ¿por qué odiarlos? ¿Por qué no...?

—Porque matan, Elvira. Matan todos los días poco a poco; negándoles a los pobres el agua limpia; una vida digna. Más importante que mi odio, Elvira; yo amo a los que sufren. Es por ellos que trabajo.

—Eso ya lo sé, Aníbal. No te repitas conmigo; yo te quiero por eso... por tu...

—¿Por qué me discutes, entonces?

—Porque tú quieres arreglarlo todo a balazos.

—Yo nunca te he dicho eso.

—Vives hablando de fusiles.

—Porque ellos también los tienen.

—¿De dónde sacas eso, Aníbal? Lo más que tienen los momios en sus campos son escopetas; como mi papá y como todo el mundo.

—¿Y para qué crees tú que tienen a los milicos?

—¿Los milicos? ¿Por qué no piensas tú, Aníbal? ¿Cómo te vas a meter tú a pelear contra los milicos?

—¿Por qué no?

—Amor, tú no le has disparado nunca a nadie; te van a hacer polvo.

—Entre los milicos también hay pueblo, Elvira.

—Y con eso, ¿qué?

—Todo lo que hay que hacer es trabajar para que ellos despierten y tomen conciencia de eso.

—Pero piensa tú, Aníbal; si gana Allende, no habrá necesidad de tus fusiles.

—Otra vez: Allende no va a ganar nunca, Elvira. No sea ilusa.

—¿Quieres apostar?

—Si gana, esa misma noche los milicos dan un golpe de Estado.

—Pesimista.

—Realista, Elvira, realista.

—Pff.

—Me voy, Chiquita. Apaga esa vela antes de dormirte; no vaya a ser cosa que me quemes el cuchitril.

—Pff. Ahí; ya la apagué; ¿no me vas a dar otro beso?

—Otro; chao, Chiquita.

Chao.



Todo cambiaba tan rápido esos días.

¿No fue ese el año en que medio Chile se paralizó, escandalizado, porque alguien en la televisión había dicho “poto”? Había pasado tanto tiempo sin vernos hasta que tú me tocaste el hombro en esa asamblea, Aníbal, peludo, gigante con brazos enormes como los de un oso bueno. Yo me volví para mirarte y sentí ese salto en mi estómago, esa anticipación en mi boca.

En tu cuchitril de Bustamante, dormíamos seguros y livianos, oíamos divertidos los gritos de los hinchas que regresaban del estadio celebrando borrachos y tú me contabas que en Prieto te acurrucabas las noches bajo las mantas para no oír los de Mercedes.

—Ese año mi mejor regalo de cumpleaños fue una radio a transitores con audífonos que un tío me trajo de Arica.

—¿Te gustaba escuchar música?

—Fútbol. En esa época Gustavo y yo soñábamos con ser Leonel Sánchez y Carlos Campos.*

—¿Tenías miedo?

—Cuando él le pegaba a ella. Yo me levantaba a defenderla y entonces me cascaba a mí también.

—¿Lo odias?

—Como Run Run, él también se fue p'al Norte.

—No me contestaste.

—Es difícil odiar a algo que desapareció y que ya no existe. Prefiero borrarlo; ocupa menos espacio.

—Me gusta que no odies.

—A los otros todavía los odio.

—Lo que no termino de entender, Aníbal, cuando me hablas así es si odias a los explotadores o a la explotación. ¿A los abusadores o al abuso?

—Es bien bonito que tú y yo nos podamos dar el lujo de discutir sobre esas abstracciones sutiles, Elvira. Pero el asunto es que no hay abuso sin abusadores, ni explotación sin explotadores.

—¿Y no hay violencia sin violentos, Aníbal? Tú también hablas de abstracciones.

—No son abstracciones, Elvira. Nuestra violencia es la respuesta a la que ellos han ejercido por siglos.

—Y así, entonces, será un cuento de nunca acabar.

—Se va a acabar cuando no haya más explotadores.

—Imposible, Aníbal; eso no ocurrirá nunca. Haz como yo y lee la historia. ¿Por qué crees que mi padre acabó en Chile?

—Y el mío, pero entiende, Elvira: es necesario. Quizás tú tengas razón y jamás lo lograremos, pero hay que intentarlo.

—¿Aunque sólo sea un intento?

—Vale la pena. Sólo así puedo vivir sin avergonzarme.

—¿Avergonzarte de qué?

—De no haberlo intentado.

—¿Aunque sea un esfuerzo inútil? Estás loco, Aníbal.

—Quizás, pero vas a ver, Elvira. Al final, el pueblo impondrá su voluntad; llevará a cabo su destino.

—¡Chucha, Aníbal, escúchate! Pueblo, voluntad, destino; si tú crees que esas no son abstracciones, yo ya no sé de qué mierda estamos hablando.



Me gusta sumergirme en esta piscina de agua caliente y pesada que suaviza mi piel y arruga las yemas de mis dedos; humeante como el agua de esas ollas inmensas en las que, sobre el fuego de la cocina a leña, mi madre preparaba el baño de los días sábados que para mí anticipaban mis encuentros en esa despensa con olor a orégano, a pimentón, a tomillo y a comino.

Sí, Monche, lo echo de menos. ¿Contenta? A mí también me hace falta. Para mí también es un hueco, un vacío, un desgarro, un pedazo perdido de mí misma, mientras la vida continúa porfiada, imperturbable, simplemente objetiva, sin proyecto, como lo será siempre, sin importarle nada. Nada de lo que tú o yo suframos; nada de lo que sufra cualquiera en el mundo.

Tanta lluvia, tanta agua.

Hace rato que esa mujer del bañador amarillo me mira extrañada, curiosa y sé que quiere saber, preguntarme por qué es que estoy llorando. Le diría que se equivoca, que no son lágrimas de dolor ni de duelo; que es esta agua sulfurosa que abre mis poros, que sosiega mi cuerpo y que me hace flotar ingrávida preparándome para el sueño.

Bien, mamá, sigue entreteniéndola con tu cháchara. Háblale a ella. No dejes que se me acerque; protégeme de verdad ahora como inútilmente intentabas antes hacerlo con esas medallitas de mierda que tanto insistías me colgara yo al cuello.

—Vamos, déjame ponértela. Tú que te metes en cuanto follón encuentras en tu camino, bien sabe Dios cuánto la necesitas.

—No me gusta.

—Pero te queda bien y va a protegerte.

—¿Acaso no es la misma que llevaba el abuelo cuando le partieron la cabeza en Burgos? Vaya que lo protegió.

No vi venir tu bofetada que fue más humillante que dolorosa y te grité con rabia:

—¡Cuánta ignorancia la suya!

—Descreída. Tú no haces más que repetir las bobadas que te pone en la cabeza ese rojo haragán con el que andas metida.

—Aníbal. Se llama Aníbal. ¿Cuándo va a aprender usted a llamarlo por su nombre?

—Rojo e hijo de rojos; todos iguales.

—¿Y el rojo que se metió con usted? ¿Qué bobadas le puso él a usted en la cabeza?

—Cállate, Elvira. Tu padre y yo nos casamos como Dios manda. No anduve yo en la boca de todos como mucho has andado tú.

—¿Y es eso lo que a usted tanto le importa?

—A mí y a tu padre.



Por esos días Aníbal se había ido a Cuba y poco después vi por primera vez a Ramiro en la Círculo, en cuclillas, curioso, con su nariz casi tocando la foto de los campesinos de Modotti. Ramiro, pequeño, escuálido, frágil origamista maravilloso de hojas cuadriculadas llenas de fórmulas incomprensibles para mí que luego transformaba, moviendo sus dedos rápidos y diestros, en garzas y en mujeres reclinadas sobre el fogón de la cocina, urdiendo conmigo historias interminables en los retablos improvisados sobre mi cama perfumada a hierba y a incienso en nuestra pensión de calle Maturana que se llenaba con sus pajaritas.

—Y al boxeador flacuchento, ¿cómo le ponemos?

—Ángel. Su mamá, Eloísa, es costurera; su padre, Antón, es ferroviario.

—¿Maquinista?

—De un tren de carga.

—Traqueteante.

—Traqueteante, sí. Llega a Temuco pasada la medianoche y apenas cruza el puente de Padre de Las Casas toca el silbato; como todos los trenes, claro. Pero después agrega cuatro silbidos cortos, como los de un pájaro mañanero: es su contraseña.

—Viven en San Antonio.

—O en Santa Rosa o en Santa Elena; de todas maneras cerca del estadio del Bajo.

—Y entonces, ¿qué pasa?

—Se despiertan todos. Eloísa se levanta de la cama y comienza a prepararle una cazuela de ave.

—¿Quién le ayuda a pelar las papas?

—Carmen, la hija mayor.

—¿Por qué no Ángel?

—Porque él es hombre.

—¿Y los hombres no saben pelar papas?

—Estos todavía no.

—Y Eloísa ¿dónde trabaja?

—En su casa. Cose para una de las tiendas de calle Rodríguez. Cada semana le llega un paquete envuelto en papel color ocre lleno de piezas de batista, de organza, de percala y de popelina. Pero son todas piezas sueltas; ella entonces enhebra una aguja, pedalea su máquina, y en minutos las piezas se transforman en blusas, en faldas y en vestidos.

—Es casi mágico.

—Sí, pero entiende; ella no es feliz; coser de esa manera es un trabajo mecánico, repetitivo. Nadie le pregunta a ella nunca nada; solo le exigen que cosa bien las piezas.

—¿Nunca diseña ella un vestido?

—Solo una vez. Escucha: una mañana muy temprano, antes del desayuno, va a verla una mujer. Muy seria ella, ropa no muy cara, pero limpia; se ve que es educada. ¿La ves? ¿Te gusta? Pero mira: hay una tristeza infinita en su mirada.

—Hagamos que esté vestida de negro.

—¿Como de luto? Bueno.

—¿Qué más?

—Le han dicho que Eloísa cose muy bien y por eso quiere que le haga un vestido de fiesta a su hija. Hay una condición.

—¿Cuál?

—Que sea de colores brillantes: una falda verde y una blusa anaranjada, con muchos botones.

—De madreperla.

—De madreperla no; azules.

—Parece un vestido hermoso.

—Claro que sí, la hija estará dichosa en su fiesta.

—Y la mujer de negro, ¿por qué está triste?

—Recuerdos de una guerra.

—¿Perdió a su familia?

—Peor. Ella misma debió matar a otros.

—¿Para defenderse?

—O porque tuvo miedo. Una noche de invierno, estaba de guardia ella, disparó a algo que se movía entre los arrayanes y cuando se acercó a los cuerpos tendidos sobre la nieve se dio cuenta de que eran dos chiquillos que buscaban leña.

—Eso parece ser un cuento de otra historia.

—O una vuelta más de la misma de siempre.

—Ramiro, cuéntame de nuevo sobre esa niña que te gustaba en Temuco.

—Se llama Muriel.

—¿Y?

—Tiene los ojos pardos. Estudiábamos juntos inglés en el ICHNOC.*

—¿Conversabas mucho con ella?

—A veces yo me sentaba a su lado. Nos ayudábamos.

—Ah, ah. ¿Y?

—Nada. Una vez fuimos a la fuente de soda de la esquina. ¿Te ubicas? La que está frente al Municipal. Me acuerdo que me regañó, porque pedí una Fanta imperialista.

—¿Y qué fue lo que pidió ella?

—Una Bilz.

—Ugh. Tremenda diferencia: momios locales. ¿Y después, qué pasó?

—Nada. Esa noche llovía, la acompañé hasta su casa, pero no me atreví a decirle nada.

—¿Y ella?

—Cuando llegamos, se dio vuelta y me dijo chao.

—¿Y tú?

—Le dije chao.

—¿Y eso fue todo? ¿Ni siquiera un beso?

—No; ya te dije que nunca pasó nada.

—¿La has visto de nuevo?

—La vi en unas marchas antes de que se fuera a Concepción, pero siempre de lejos.

—Ramiro, ¿siempre te han gustado las mujeres mayores que tú?

—No sé. ¿Tú cuándo conociste a Anibal?

—En la casa de Maruja.

—Y tienes la misma edad que él.

—No. Cuando nos conocimos, él tenía catorce, yo hacía poco había cumplido los doce. No nos vimos por años después que don Emilio despidió a su papá. Nos juntamos de nuevo en la universidad.

—Y ahora siguen juntos.

—Más o menos juntos. Pero antes de juntarnos de nuevo... realmente juntarnos, hubo otro; cuando cumplí los dieciséis. Mucho mayor que yo.

—¿Quién?

—Otro. No tengo que contártelo todo. ¿O es que tú me cuentas todo a mí?

—Depende de lo que me preguntes.

—¿Te has acostado con alguien?

—¿Y por qué quieres saber eso?

—¿Por que no? ¿O es que eso es algo que no me quieres contar?

—¿Y tú me vas a contar sobre ese otro?

—Fue con un profe; en el colegio. Ahora contéstame tú a mí.

—No.

—Tramposo. ¿No me lo vas a decir?

—Ya te contesté.



Era verdad; ya me habías contestado, mocoso de los ojos marrones, y si no fuera porque esperaba que Aníbal se apareciera en cualquier momento, yo te habría abrazado ahí mismo y encargado ya de desvirgarte. Pero él no llegó esa noche; tú y yo nos dormimos inútilmente sobre tus pajaritas y cuando desperté la mañana siguiente ya te habías ido. Conté de nuevo tus guijarros turquesa y pensé que hacían juego con mis abalorios. No tenías derecho a compararla con la horrible esvástica de tu abuelo, Ramiro, pero igual me había quitado ya las crucecitas después de conocerte en la Círculo.

—¿De dónde has sacado esas piedras que ahora te has colgado al cuello?

—Es un collar. Lo compré en el puesto de Laura. ¿No le gusta?

—El color no te va mal. No habrás tirado la medalla de tu abuelo, ¿verdad?

—No.

—Anda, pues entonces devuélvemela.

A ti sí que te despertaron las bengalas, los tiros y la metralla esa mañana caliente de Burgos, mamá.
¿Cómo podrías tú olvidarla?
Sólo a regañadientes te acompañé a esa catedral sobrecogedora, obscenamente inmensa y deslumbrante. Pero me fascinaron los arcos de la plaza y el patio adoquinado de tu escuela.
Allí me enseñaste el sitio exacto bajo los plátanos donde don Luis se sentaba a liarse un cigarro después de las clases y a limpiarse los zapatos enlodados de vuelta de las excursiones al campo.
Allí me señalaste el portón de la Guardia Civil que su mujer cruzó llorando esa tarde, buscándolo.
Allí cenamos juntos tú, yo y mi padre, a pasos de esa plaza.

Todo eso lo viste desde tu ventana al otro lado de los arcos del Ayuntamiento me dijiste: las mujeres corriendo, los hombres ocultándose; cerrando los postigos, entornando con cuidado las persianas, atisbando.
Desde ahí oíste las metrallas, los tiros, las campanas al vuelo, las risas de júbilo, los llantos; los gritos de odio y los gritos de espanto, los insultos, me dijiste.
Viste los brazos alzados, los camiones camino al cementerio, las banderas flameando, el humo de los libros quemados.
Si nunca lloras ahora era porque demasiado habías llorado muerta de miedo entonces, me dijiste.
“Aprendí muchas cosas esos días”, me dijiste.

Vaya que sí aprendiste.
Cuarenta años más tarde, ni siquiera pestañaste cuando Aníbal se apareció por casa pidiendo tu ayuda, como si, callada y quieta, hubieses esperado ese momento desde el primer día que supiste que andábamos juntos.
Ni siquiera pestañaste, sonriendo desparpajada, en cada uno de esos controles de miedo, ofreciéndoles naranjas y manzanas a esos soldados armados de fusiles y con caras de niños fieros.
No te tembló la boca; no te castañetearon los dientes; si tuviste miedo, empecinada y dura, no lo mostraste.

Callada y quieta, mamá, tú lo supiste desde siempre; tal como yo lo he estado aprendiendo ahora; la misma espiral, los mismos rizos.
Nada cambia.
Pero Begoña se equivoca; no hay espacio para las risas ni para las burlas. Al menos, no entre nosotros; entre ellos, será siempre otra cosa.
Quizás es porque habíamos olvidado, pero cuarenta años después, o tal vez siempre, aquí o allí o allá, todavía lloramos sorprendidos.



Enrabiado después que Enrique Serra desconociera por segunda vez su firma en otro pagaré vencido, hace casi veinte años que en la esquina de Aldunate con Portales se cayó muerto Emilio Balsera, y sin poder ya ni siquiera acordarse de su nombre, hace mucho que don Nazario Borrajo no se mueve de su casa.

Mi padre sale ahora a los campos él solo para volver a media tarde con un par de conejos y una media docena de tórtolas. Sonríe socarrón y con algo de nostalgia cuando recuerda que Emilio Balsera y don Nazario Borrajo siempre le envidiaron haber vivido de primera mano lo que no fue sino confusión, sueños quebrados y miedo.

Creo que ya no piensa en Tomasa, pero estos días, precipitadamente, de pronto, como en un torrente, consciente de la brevedad de mi visita y como si quisiera liberarse ya de sus memorias y traspasármelas inscribiéndolas en mi propia consciencia de hija y de escritora, me ha vuelto a hablar del frente de Aragón y de su casa en Lérida; de iglesias quemadas, de bombardeos y de fusilamientos horrendos; de cómo cruzó la frontera con Francia, ayudado por dos payeses primos lejanos de su madre, antes de embarcarse en el trasatlántico que lo trajo desde Marsella hasta Buenos Aires; de los partidos de fútbol en la cancha del Bajo; de los paseos al campo con Emilio Balsera y don Nazario Borrajo; de los panfletos ilusos que publicaba con Álvaro Mestre y Matías Sáez; de su enamoramiento con Engracia, mi madre; de su añoranza por la moto que le dejó un tal Duncan que en la batalla de El Alamein tuvo la mala suerte de pisar una mina que le voló las piernas y la vida.

La tos de sus cigarrillos ya no lo deja llegar a las notas altas de sus jotas, no camina tan rápido ni a trancos tan largos como antes, pero todavía disfruta salir de caza. Esta mañana nos hizo levantarnos casi al alba a mi madre y a mí, y durante el desayuno nos convenció que nos pusiéramos nuestras botas y que fuéramos con él y su escopeta al campo.

No recordaba que los robles y los olivillos alrededor de Curacautín fueran tan solemnes, tan altos y magníficos, ni que el aire del invierno fuera tan transparente, sutil y húmedo. Hacía frío esta mañana, pero había cesado por fin la lluvia y el cielo azul brillaba. Caminamos los tres en fila india por una huella del bosque; él atento a los pájaros y a los conejos, nosotras más a cubrirnos a tiempo los oídos con las manos cada vez que él levantaba su escopeta y disparaba, dejando en el aire ese hipnótico olor a metal caliente y a humo picante. Me impresionó su seguridad, su rapidez y su destreza; pero me estremecí cuando le vi de un solo golpe de su mano en la nuca rematar uno tras otro a dos conejos moribundos.

En un claro del bosque, nos sentamos sobre el tronco de un roble caído cubierto de líquenes húmedos y abrimos tres huevos duros. Compartíamos una segunda ronda de la bota de vino y se nos alegraba la risa y la charla cuando él, poniéndose de pie, nos pidió silencio con el dedo sobre sus labios. Nos pusimos de pie nosotras también. Entonces él, con su palma abierta nos indicó ocultarnos tras un roble alto y macizo. Estirando el brazo mi padre apuntó con su dedo a la tórtola que, muy cerca nuestro, se limpiaba las plumas sobre la rama de un hualle.

—Prueba tú ahora —le dijo a mi madre.

—Pero, Ernesto, si yo no he disparado nunca.

—Por eso. ¿O es que no te atreves?

—Atreverme, claro que me atrevo.

Entonces mi padre afirmó la escopeta sobre la rama del roble, se hizo a un lado y le dejó sitio a mi madre.

—Cógela firme; cierra un ojo y apunta.

La tórtola se hurgueteó con el pico debajo de las alas, encogió las patas y curiosa oteó los cardos que crecían entre las zarzamoras. Parecía que se echaría a volar en cualquier momento, pero enderezó con parsimonia su pescuezo y se quedó quieta mirando a las araucarias lejanas.

—¿Estás lista?

—Sí.

—Respira hondo, inhala. No te muevas, cuenta hasta tres y despacio, suavemente, jala el gatillo.

EC



De alguna manera este es el fin de Grosellas.

Pero la vida continúa... y podemos volver, a la manera de un epílogo, a lo de Monche y al principio de todo este tinglado, es decir, a enero de 2008, justo después del frustrado encuentro de Monche y Gustavo en el hotel Don Cristóbal, con ella ya de vuelta en Madrid una semana más tarde y, después, a un regreso de Elvira a la esquina temucana de Bulnes con Portales.

Evaristo Feliú

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La hebra de Monche:
Madrid, enero de 2008: Sobrevivientes.

Última modificación: 22 de septiembre de 2024.



  Hebras narrativas




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