Grosellas

  Hebras narrativas

For New Beginnings
Ernesto re-comienza en Temuco.

Caminos.

Sol en los hombros, avanzan
unidos.

Hay. Siempre. Hay
caminos
Blas de Otero
“Ahora”
Pido la paz y la palabra

La almoneda

Temuco, viernes 1 de septiembre de 1939 – sábado 17 de abril de 1965.

Ernesto trabajó por años en la almoneda de su tío Antoní; poco a poco se hizo de algunos amigos, emigrados o refugiados como él.

En octubre del 47, en una fiesta del Centro, conoció a la burgalesa Engracia Martínez.

De pie sobre la calzada, el taxista le señaló la ruta con el dedo y Ernesto caminó entonces hasta la casa de su tío Antoní. Era una sólida casa de dos pisos de alto más una buhardilla con ojo de buey, tres ventanas en el piso superior, dos en la planta baja, con una fachada de madera pintada de amarillo. Ernesto tocó el timbre de la puerta y no tuvo que esperar mucho antes de que apareciera por el umbral de la mampara un hombre casi calvo, más bien ancho que alto, vestido ya con traje y corbata, fumando un cigarrillo que le colgaba de los labios y cuya expresión altiva con cara de pocos amigos se correspondía, calculando el paso certero de a lo menos unos veinte o más años, a la imagen de la fotografía.

—Vaya, por fin has llegado. Oímos hace un rato el silbato del tren y ya nos preguntábamos donde te habrías metido. Venga, hombre, un abrazo; encantado de conocerte, sobrino.

—Igualmente, tío. Gracias.

—¡Qué cara de truhán cansado tienes! Pero esos ojos... Esos ojos, majo... Esos ojos son los de tu madre. Bueno, Ernesto, pasa. ¿Tienes hambre?

—No como desde ayer al mediodía.

—Yo a esta hora no como casi nada; pero tú no te preocupes que Ema ya te ha preparado un buen desayuno. ¿Este es todo tu equipaje?

—Sí. No tengo nada más.

—Llegas con lo puesto... Como todos.

Cogiendo la maleta de Ernesto como quien coge un canasto lleno de esperanzas y de suspiros, Antoní Bosch condujo entonces a su sobrino por la casa. Luego de caminar por un largo pasillo en cuyas paredes colgaban fotografías diversas, llegaron hasta la cocina en la que ya se encontraba Ema Puig, la mujer del tío Antoní, quien dejó por un momento sus bártulos culinarios sobre la encimera de madera de roble para saludar cortés pero reticentemente a Ernesto con dos rápidos besos en las mejillas.

—Bienvenido, Ernesto. Siéntate.

Buen desayuno en verdad: café con leche, patatas salteadas aderezadas con aceite oliva, pimentón y ajo picado, dos huevos fritos, tres lonjas de tocino ahumado y una butifarra asada. Sin esperar a que Ernesto terminara de limpiar el plato con un trozo de pan fresco hasta dejarlo relucientemente limpio, Antoní Bosch asentó las cláusulas del contrato.

A partir de ese día y durante el primer año, mientras saldaba su deuda por el costo de su pasaje en el transatlántico Giulio Cesare, trabajaría por unas propinas ocasionales, «para que puedas cortarte el pelo de vez en cuando», por la comida, «aquí en familia con todos en casa», y el alojamiento en un rincón de la almoneda donde oficiaría también de vigilante nochero. De la ropa, para empezar un abrigo, no tendría de qué preocuparse porque, sin abusar, aunque en rezago pero en buen estado, en la almoneda había de sobra.

Dando por hecho el consentimiento de su sobrino, Antoní Bosch puso un Smith y Wesson del 32 sobre la mesa.

—Supongo que como teniente “a dedo” en tu ejército de pacotilla habrás aprendido a usar uno de éstos.

—Usar uno de ésos no tiene mucha ciencia, tío.

—No te entusiasmes; es sólo para asustar. A lo más, al aire; pero, aunque nunca se sabe, dudo que alguna vez tengas que usarlo.

Minutos después, Ernesto terminaba de afeitarse en el baño cuando oyó que su tío Antoní lo llamaba a gritos desde el comedor.

—¡Se ha armado la grande Ernesto!! Ven, escucha lo que dice la radio.

Trasantlántico Giulio Cesare
El 1930 el pasaje desde Barcelona a Buenos Aires en tercera clase tenía un costo de 580 pesetas y cincuenta céntimos; el equivalente a cerca de un año del jornal de un campesino. Con seguridad en 1939 este costo era sustancialmente mayor.




El rincón para dormir en la almoneda resultó ser un sitio estrecho debajo del mostrador al lado de la caja sobre un colchón relleno de lana de oveja. Para nada muy cómodo y frecuentado por los ratones, era empero muchísimo mejor que ningún otro lugar en los que durmió durante la guerra y también fue cierto que nunca en el año y medio que ofició de nochero tuvo que usar en serio su Smith y Wesson. Esa primera noche en Temuco, Ernesto cerró los ojos aliviado después de casi tres semanas de viaje interminable y luego de meses de incertidumbre oculto en casa de su madre en Castelló de Farfaña. Se estremeció antes de dormirse y cuando lo despertó el silbato de un tren temprano la mañana siguiente, supo que había soñado toda la noche que caminaba descalzo sobre un barbecho donde a lo lejos crecían los girasoles.

En su primera noche en Temuco, Ernesto soñó que caminaba descalzo sobre un barbecho mientras intentaba llegar a un campo cubierto de girasoles que se alejaba más y más al compás de sus pasos.



La comida en casa del tío Antoní, sin ser extravagante, era buena, sabrosa y abundante cocina catalana en la que no faltaban ni las escalivadas ni las butifarras, ni siquiera, los domingos, los canelones de sesos, algunas veces de carne, bañados en salsa besamel, el plato que enorgullecía a doña Ema. Las dos hijas pequeñas de la pareja eran modosas, simpáticas y amables aunque —muy pronto así lo notó Ernesto— casi nunca hablaban a las horas de comida respondiendo invariablemente con no más de tres o cuatro palabras. Andrea, quien para entonces ya llegaba a los catorce años de edad, se aventuraba a veces a hacerle una u otra pregunta...

—Don Ernesto, ¿es verdad que usted incendió la iglesia de su pueblo?

...pero doña Ema rápidamente la hacía callar recordándole que «esas cosas de la guerra no convenía menearlas y mucho menos en la mesa».

Por lo demás, no le fue muy difícil a Ernesto aprender su nuevo oficio, olvidándose poco a poco del de leñador y pastor. La casa de empeño de su tío Antoní no era ni tan grande ni tan famosa como la de los riojanos de “La Bienhechora”, ubicada dos manzanas más abajo en la misma calle Portales hacia el Mercado, pero “La Sin Igual” se enorgullecía de tener una constante y regular clientela. Su caja fuerte no guardaba tantas alhajas finas como la de su competidor, pero había una buena cantidad de relojes Omega de bolsillo, de argollas de matrimonio y abundante platería. Lo principal es que en “La Sin Igual” había una magnífica colección de escopetas —la especialidad de la casa, le enseñó el tío Antoní— hermosas y poderosas Sarasquetas y Saint Etiennes del doce y del dieciséis, y muy bien calibrados rifles Remington y Gecos del veintidós.

El resto, «salvo alguna mantelería bordada y en buen estado, era basura que no valía gran cosa, pero daba para comer» —añadió el tío en su breve curso de capacitación profesional en el oficio. El truco era el buen tino y el buen olfato: ofrecer por todo ostensiblemente mucho menos que su valor real, no había lugar allí para su posible y siempre desbordado valor sentimental; pero no tanto menos —remarcaba el tío Antoní— que a sus dueños «les doliera demasiado el corazón». Así volverían una y otra vez.

Tenía mucha razón, sus clientes recuperaban sus prendas y al poco tiempo volvían a empeñarlas con pasmosa frecuencia. A Antoní Bosch, el 5 por ciento mensual le hacía prosperar, olvidar sus nostalgias de emigrante y le ayudaba a no hacer caso a los insultos xenófobos que más que unos pocos de sus clientes mascullaban entre dientes al salir. “Si tuviera un peso por cada vez que me han llamado ‘coño de mierda’ ya podría jubilarme” solía decir.




Aunque bíblicamente trabajó por siete largos años en la almoneda, Ernesto nunca se llevó completamente bien y nunca pudo sentirse a gusto con su tío Antoní, y doña Ema nunca pudo tragar del todo a su sobrino. Entre otras minucias, le disgustaban sus manos que le parecían excesivamente grandes. «Manazas de gañán» decía de él sin imaginarse, entonces, que las de sus yernos, llegados a la familia seis y ocho años más tarde, de tamaño serían peores. Al año y medio de llegar a Temuco, recibiendo un todavía mezquino salario, pero ya en dinero que no en prenda, Ernesto se mudó a una buhardilla en la casa de dos plantas de la calle Cruz casi al llegar a Miraflores propiedad del cenicerense Matías Sáez Moreno quien tenía una pequeña imprenta en la planta baja, y tomó pensión de mesa en el restaurante “El Paisano” de los esposos Estel Monet y Quimet Vidal, republicanos como él.

Los Monet Vidal no hacían gran alarde de su idearios políticos lo que les había permitido atraer a un buen número de sus paisanos españoles en el apoyo de una Sociedad de Socorros Mutuos que fundaron con otros interesados, incluidos algunos conservadores como el empresario maderero Tomasito Pascual Ordóñez, a comienzos de los veinte. Ernesto se les unió en sus tareas administrativas y con el paso de los años fue elegido tesorero.

La herida que le astilló la tibia y que a fin de cuentas le dejó una ostensible cojera en la pierna derecha no le permitía ser un buen corredor, pero de portero Ernesto no lo hacía nada de mal; era seguro, ágil, de buenos reflejos y valiente. Así, pronto fichó en el club de fútbol aficionado “Rayo Ibérico” el que, tras la instauración del sábado inglés, tenía sus partidos locales a las tres de la tarde de ese día en el Estadio del Bajo. Fue allí que Ernesto conoció al gallego Nazario Borrajo y al asturiano Emilio Balsera, quienes animaban al equipo rojinegro —no se sabía si sus colores eran por la Falange o por los anarquistas— desde la tribuna que miraba hacia el río con sus gritos, y con sus generosos donativos para la compra de camisetas y de botines en las asambleas de socios.

Frecuentándolos en el Centro después de los partidos, a Ernesto le entró un compartido gusto por el buen coñac, por el tute subastado —hacían un buen trío— y por la caza de conejos, de perdices, de torcazas y de tórtolas. Para ello se había hecho de una muy buena Saint Etienne y había ayudado al recién llegado Álvaro Mestre a que se hiciera de la suya. Aunque el creciente alcoholismo de Mestre les hizo con el tiempo hacer menos frecuente el trato, nunca dejaron de apreciarse y hasta principios de los cincuenta —a pesar de las sarcásticas burlas de Emilio Balsera— Álvaro y Ernesto publicaron mensualmente el boletín de cuatro hojas tamaño oficio “El Mono Azul Temucano” el que imprimían gratis con una tirada de trescientos ejemplares en la imprenta de Sáez y en el que denostaban contra Franco, anunciaban la victoria de los Aliados, la Unión Soviética incluida, vaticinaban huelgas generales en España en contra del régimen e incluían poemas de Lorca, de Neruda y de Alberti, hasta que poco a poco dejaron de hacerlo envueltos por sus obligaciones de la vida cotidiana, por el temor a la política represiva de González Videla y por el desánimo frente a la escasa recepción entre sus coterráneos, la mayoría de ellos más bien abierta y decididamente franquistas.

Recámara de una escopeta calibre dieciséis.
La caza menor —conejos y liebres; perdices, tórtolas y torcazas— era un deporte popular en el sur de Chile. Para los inmigrantes recientes —como lo eran Ernesto y Álvaro— hacerse de una buena escopeta era un símbolo de progreso con el que ganaban estatus social y eventual admiración por su destreza en el arte cinegético.




Años después, como tantas otras veces, Nazario Borrajo no perdió la ocasión de recordarle a Ernesto que gracias a él había conocido a Engracia Martínez esa noche del once de octubre del 47 en el Centro.

—No querías ir... «Estará lleno de franquiiiistas» decías y mira tú, ateo y todo, después de esa noche terminas casado con la sobrina de un cura; es buena mujer Engracia, Ernesto.

—Muy cierto, pero aunque religiosa a su manera, Engracia nunca ha sido una franquista fanática y mucho menos falangista; para eso —apuntó con el mentón hacia el otro lado de la mesa— Emilio.

—Es verdad —respondió Nazario Borrajo.

Estaban en la cantina del hotel de las termas de Manzanar, Curacautín arriba. Emilio Balsera, el otro amigo, daba cabezadas somnoliento después de la partida de tute subastado que había estruendosamente perdido y después de tanto celebrar, eso sí, con muy buen vino y mejor coñac, la compra del station que recién esa mañana había finiquitado.

—Vamos a ver si no se nos pone fanfarrón con su nuevo auto nuestro amigo... que ahí lo ves ya duerme... de seguro soñando con ganar más y más dinero... que para eso es bueno... Pero tú, Ernesto, perdona que me meta..., pero... ¿qué es esa bobada en la que andas tú con Tomasa?

—Eso ya pasó, don Nazario.

—¿Ya pasó? Vale, no se hable más. Me alegro, Ernesto. Me alegro por vosotros dos; por ti y por Engracia. Pidamos otra ronda. Tú pagas la cena, que tú ganaste.

—Vale, pero que conste que yo puse el conejo. ¡Don Alfonso! Otra.

Ariel Cazador Rojo.


🎧 Siempre nostálgicos, sin nunca asimilarse del todo, tenían una especial predisposición a escuchar una y otra vez viejas canciones sentimentales.

🎵 YouTube: Bebo Valdés y Diego, el Cígala.
Suspiros de España.

Última modificación: 7 de agosto de 2024.



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