Grosellas

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• Aquí comienza la hebra de Monche a la que has entrado al azar.

...vagabundo y errante serás en la tierra.
Génesis 4, 12


Temuco–ciudad
debajo de ti
están durmiendo
mis antepasados.
Leonel Lienlaf
La luz cae vertical

Montserrat (Monche) Mestre Rodríguez

Había una vez,
hace no mucho tiempo,
una joven mujer que vivía en Temuco.
Se llamaba Monche...

Monche era la hija menor de Álvaro Mestre Canela y de Mercedes Rodríguez Herrero. Vivía con sus padres, con su hermano Aníbal y con su hermana Amparo en una pequeña casa de una planta más un ático de cielo abuhardillado, techo de zinc corrugado y paredes de ladrillos rojos.

Era una casa estrecha e incómoda en la que aun poniéndose de perfil en el pasillo que iba del comedor hacia el ático siempre todos se topaban. Era una casa fresca los veranos, pero fría y húmeda los inviernos, con un nauseabundo olor a parafina (keroseno) que hacía picar los ojos; un olor que era ligera y esperanzadamente mitigado por el de las hojas de boldo y de eucalipto puestas a hervir sobre la cocina a leña; la misma cocina que se encargaba también de calentar la escasa agua de las duchas diarias o el de las dos inmensas ollas dispuestas para el baño de los sábados.

Así y todo, a la casa le daba el sol alegre de las mañanas porque afortunadamente yacía al lado oeste de la Avenida Prieto, la que estaba adornada en su bandejón central por pinos de Oregon, arbustos de camelias rojas y blancas, camas de pensamientos multicolores y ennegrecidos bustos de bronce que rememoraban a los próceres de la todavía no muy lejana llamada Guerra de Pacificación de la Araucanía.

Caminando hacia el norte por Prieto se llegaba al cerro Ñielol al que los temucanos subían hasta media falda los fines de semana veraniegos cargando asados de cordero, ensaladas de tomate con cebolla y damajuanas de vino tinto o exploraban sus senderos en búsqueda de copihues los inviernos o se aventuraban al amor entre robles, olivillos y quilas los más osados o impacientes en la primavera o simplemente, como Monche, cualquier día del año buscaban horas de paz y de silencio.

Un poco antes de llegar hasta el cerro, torciendo hacia el este por Avenida Balmaceda en dirección al barrio de la estación de ferrocarriles y de la feria, se levantaban las paredes blancas de la cárcel regional y hacia el norte, justo a los pies del cerro, se extendía el cementerio municipal en el que destacaban el largo patio de los angelitos a la orilla de un arroyo de aguas verdes y torrentosas, los mausoleos de las familias patricias locales, los de las comunidades de italianos, españoles y judíos avecindados en la ciudad y, por sobre todo, la tumba de Emilio Inostroza en la que nunca faltaban velas encendidas que ennegrecían paulatinamente las placas de mármol conmemorativas de las bondades del bandido mártir convertido en santo milagroso por el saber popular, fusilado una oscura mañana lluviosa de septiembre de 1943 en la misma cárcel temucana.

Álvaro Mestre, catalán, y Mercedes Rodríguez, madrileña, habían llegado a Temuco como refugiados de la Guerra Española a comienzos de los cuarenta; ella trabajaba como secretaria de don Galo Sanhueza en la Biblioteca Municipal y él hacía trabajos diversos para el asturiano falangista Emilio Balsera a quien había conocido a través de su coterráneo Ernesto Codulá, llegado como ellos, también como refugiado, un par de años antes a la ciudad.

Para fines de agosto del 69, el tiempo en que comienza el diario de Monche en el siguiente capítulo, Aníbal se había mudado, primero, a Santiago con el propósito de estudiar allí en la Escuela de Derecho aunque en verdad, segundo, su interés por la actividad social y comunitaria le había hecho pronto abandonar esos estudios y, después del regreso de una estancia de varios meses en Cuba (o quizás fueron sólo dos a tres semanas, porque en este detalle difieren mucho las memorias de aquellos a quienes les consulté), dedicarse exclusivamente al activismo y al trabajo político.

También hacía ya casi cuatro años que la joven Amparo había muerto a los dieciséis años víctima de un escopetazo ocurrido en medio de un forcejeo con su padre por el control del arma asesina, desgracia que profundizó, según me cuentan, el distanciamiento de los esposos Mestre–Rodríguez iniciado ya hacía un tiempo a raíz de varias cuentas amargas sobre adulterios mutuos nunca olvidados, resquemores oscuros, rencillas políticas viejas y el creciente alcoholismo de ambos.

Monche capeaba a medias su desmedrada situación hogareña con el amor y apoyo incondicional de Viviana Altman Kröel, su mejor amiga y compañera de curso en el colegio de las monjas suizas al que, gracias a una beca Monche, de pago Viviana, ambas asistían. Viviana, por su parte, era nieta de inmigrantes alemanes desplazados de la Bohemia, llegados a la región de la Araucanía (o de la Frontera como eufemísticamente se la llamaba entonces) a comienzos de los veinte, poco después del fin de la Gran Guerra Europea.


Fragmentos del diario de Monche.

Última modificación: 26 de octubre de 2023.



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