La joven mora
Goza, goza tu cuerpo
y deja al mío gozar con el tuyo.
Mmm. Me gusta.
Escucha este otro:
Me quedé con ella a solas, sin más tercero que el vino... Yo, la muchacha, la copa, el vino blanco y la oscuridad parecíamos tierra, lluvia, perla, oro y azabache.
Azabache, como mi pelo.
Y dulce, como este vino.
Están enamorados...
No, no te confundas, Elvira: se desean, se disfrutan. Ahí está la felicidad... Que, acuérdate, es siempre breve.
¿No es eso triste?
No lo es; es sublime, si aprendes a disfrutar intensamente ese puro instante, es sublime.
Mmm. Me gusta.
Escucha este otro:
Me quedé con ella a solas, sin más tercero que el vino... Yo, la muchacha, la copa, el vino blanco y la oscuridad parecíamos tierra, lluvia, perla, oro y azabache.
Azabache, como mi pelo.
Y dulce, como este vino.
Están enamorados...
No, no te confundas, Elvira: se desean, se disfrutan. Ahí está la felicidad... Que, acuérdate, es siempre breve.
¿No es eso triste?
No lo es; es sublime, si aprendes a disfrutar intensamente ese puro instante, es sublime.
Temuco, miércoles 12 de mayo de 1965
De vuelta a su casa en Umeå, Elvira piensa y escribe sobre Carlos Labarca.
A Pat Pheifer, lectora sabia y atenta
R
amiro se equivoca. Nunca he odiado a Carlos Labarca Groessmann.
Labarca, Labarca: he sentido rabia, vergüenza, bochorno
(aunque siempre también algo de nostalgia, lo confieso, todavía hoy, nostalgia ingenua),
por haberme dejado, dejado embolicar...
Cierto, no hubiera podido haberlo evitado entonces cuando recién me asomaba fuera de mi
casa más allá de las novelas de amor tempestuoso y caliente;
más allá de esas historias de Lady Chatterley o de Mademoiselle Agnes Lafond que leía a escondidas
en las noches; más allá de esos días de tímidas rebeldías de atea
novicia, escabulléndome disimulada de la misa de los días viernes, cubrirme el uniforme e irme al Austral... Lindo, lindo ese Aquiles Espinosa que quién sabe porqué me dejaba entrar a pesar de mis quince años sin nunca esperar nada a cambio.
Cierto, pero el bochorno es el mismo; igual me había yo dejado, dejado, repito, embolicar
con tus estudiados (si había algo que definitivamente no eras, Labarca, era ser espontáneo)
gestos amables, como el dejar disimulado una ágata roja sobre mi pupitre mientras repartías
los exámenes corregidos, o el insertar una frase divertida y elogiosa en tus comentarios
cuando me llamabas a resolver en el pizarrón, delante de todas (para tu orgullo y el mío),
un problema de álgebra poco común y desafiante, o el demorarte un segundo demás en
soltar la tiza que me alcanzabas con tus manos suaves y cálidas; dejarme engatusar ahora
lo sé con tu repertorio añejo de frases gentiles, aprendidas en la cloaca de
mil lugares comunes, con las que te alargabas con tus palabras, imaginándote poeta,
describiendo mi cuerpo: mis manos delgadas, mis labios llenos, mi pelo de azabache, mis ojos morunos,
mis pechos prietos. Azabache, moruna, piel de aceituna, decías. Rimas repugnantemente trilladas
y para colmo, plagiadas, Labarca. Pero que a mí me gustaban. Me encantaba esa callada y
larga uuu de moruna con la que me nombrabas con tus labios dulces y suaves,
que me parecían hechos para mí sola, extendidos gentilmente hacia adelante,
como un colibrí pequeño y tierno, cuando ya te disponías a besar mi pelo,
mi frente, mi nariz, mi boca, mi cuello, siguiendo el ritmo y el orden del poema de Garcilaso
decías (pero era más bien el de Góngora); cuando ya se había hecho en
mí un hábito irrenunciable y embriagador visitarte en esa torrecilla misteriosa,
evocadora de viajes y sugerente de pasión, de besos y de aventura, de tu caserón de
la calle Francia esos miércoles en la tarde; esos miércoles con los que yo
soñaba despierta cada noche, imaginándote dormido desde mi ventana abierta
desde la que podía, sin demasiado esfuerzo, atisbar la tuya por encima del aire, de
los tejados y de los sicomoros. Pelo de azabache me llamabas allí, en tu casa,
extendiéndolo fascinado sobre tu cama tan ancha, tan mullida y tan blanca; azabache y moruna,
repetías quedo, gentil y suave, susurrando lentamente tus palabras en mis oídos y en
mi boca; azabache y moruna... Labarca, Labarca, fue contigo que amé por primera vez mi piel de
aceituna, la misma que antes me había parecido ordinaria y fea. Lo decías todo con
tanta sabia calma, Labarca; con tanta parsimonia de viejo fuerte y astuto, con tanta gracia y
delicadeza con tu voz grave y profunda. Para seducirme, claro; porque ese era tu juego,
tu apuesta contigo mismo; asegurarte que en un par de semanas (y perverso como eras seguro que
vacilabas entre querer acortarlas o extenderlas) yo abriría mis piernas y dejaría,
no, dejaría no; te rogaría, te suplicaría que me culiaras, porque eso
era, ¿no? Eso era, eso era lo que querías escuchar. Sabías a lo que ibas, Labarca;
desde ese primer día en el que me distinguiste por sobre mis compañeras
con tu mirada azul intensa y de peuco fiero tras su presa desprevenida en esa deslucida sala de
clases del colegio de ventanas abarrotadas; meses antes de que me invitaras por primera vez a
tu casa, tú ya lo sabías. Ese fue tu abuso, Labarca; saberlo todo antes de que yo
pudiera ni siquiera comenzar a imaginármelo, señalarme para ti antes de que tú
y yo hubiésemos cruzado una sola palabra; sabio y astuto, Labarca, me atrajiste a tu torre de
encantos sin detenerte a preguntarme a mí antes nada. Entiendo yo ahora que era impensable que
lo hicieras, puesto que todo el juego, toda la partida de naipes, se trataba precisamente de eso,
de arrebatarme de ese grupo, por lo demás anodino, y hacerme ahí, por tu sola voluntad
y capricho, tu elegida. Abusador, Labarca; jugabas con cartas marcadas. Pero también es verdad
que a tu manera eras honesto, hasta ingenuo tú también, Labarca;
no me engañabas; me fantaseabas y me enredabas con tus frases primorosas y bellas,
pero eran también fantasías tuyas; tú también te lo creías; no
lo fingías; no todo lo tuyo era una ya probada técnica de seductor avezado, aunque
también eras conciente de estar haciéndolo eso bien, y con seguridad te
enorgullecías de tu habilidad, aplomo y pericia de experto acostumbrado, año
tras año, a repetirte una y otra vez el plato con jovencitas crédulas, soñadoras,
fantasiosas, cándidas y de ojos transparentes como los míos.
Pero no me mentías, no eran mentiras las que me contabas; inexactitudes absurdas,
seguro, pero no mentiras; te gustaba de veras sumergir tus dedos en los rulos negros de mi pelo,
desenredarlos uno a uno, contándolos como se cuentan los granos de arena en una ribera,
con calma, paciencia y esmero; te gustaba verme decías, y me lo demostrabas cada uno de
esos miércoles, cogiéndome de la mano, besándome uno a uno mis dedos con
los que me habías hecho tocar sorprendida la humedad de mi concha, y abriéndome
los ojos a lo que yo hasta entonces solo había intuido y remotamente sospechado; con
tus caricias descubrías para mí mi cuerpo, me lo mostrabas reflejado desnudo al
lado del tuyo en ese inmenso espejo; me hacías olerlo, gustarlo, saborearlo, tocarlo,
gozarlo. Sumergido tú mismo en él, te encantaba a ti fantasear, viajando hacia
adonde te habían llevado antes tus libros de versos y de leyendas medievales; de marinero
errante llegado exhausto a una playa desierta y tórrida; de explorador solitario con ojos
de pájaro, de amante furtivo, escandaloso y prohibido; fantaseabas, repito,
que bebías agua fresca de mí, que te acostabas ahí, en tu casa, en tu cama,
rodeado de esos libros que jamás hubieras podido leerlos todos, con una joven mora
como imaginabas que yo, entonces, ahí, para ti, lo era.
Elvira Codulá
Umeå, jueves 15 de marzo de 1979
☞ La torrecilla de Avenida Francia.
Última modificación: 17 de diciembre de 2022.