Grosellas

—¿Es usted extranjero? —le preguntó la mujer, como si eso tuviera mucha importancia.
Equis se fastidió.
—Sólo en algunos países —le contestó— y posiblemente no lo seré durante toda la vida.
Cristina Peri Rossi
La nave de los locos

Ernesto

Después de casi doce horas de viaje desde Santiago, Ernesto llega en un tren a Temuco el viernes 1º de septiembre de 1939.

E
rnesto Codulá Bosch trató de identificar algún rostro conocido entre el enjambre de hombres arropados con sombreros alones y ponchos de lana que recibía a los viajeros que bajaban somnolientos y agotados en la estación de Temuco. Vio a dos con traje y corbata que le parecieron vagamente conocidos, pero no; su tío Antoní no se veía por ninguna parte. Consumió todo un Premier antes de cruzar las rejas de hierro y salir hasta la calle adoquinada cuando ya despuntaba el sol a su espalda asomándose sobre el Conún Huenu. Mientras seguía con mirada curiosa a la carreta de bueyes cargada de cochayuyos que pasaba parsimoniosamente salpicando los adoquines con estiércol y el aire con el vaho gris que les salía rítmicamente de sus morros belludos desde que les colgaba una copiosa baba amarillenta, caminó hasta el último taxi que quedaba estacionado cerca del bordillo de calle Barros Arana.

—Lléveme a Matta 530 —le ordenó al chofer después de subirse al taxi con su pequeña maleta de cartón atada con hilo de sisal morado.

El taxista se le quedó mirando y se echó a reír.

—Agradezca, coño, que soy honrado, que si no, le doy un paseo.

—¿Un paseo? —le preguntó Ernesto, ahogando un sobresalto.

—Es aquí, a cuadra y media.

Ernesto y Engracia.

Última modificación: 13 de diciembre de 2022.



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