¿Qué es esto que oigo? ¡Amarga de mí!
Abajo estaba Tristán, lamentándose él también por la muerte de su amo.
¡Oh mi señor muerto! Coge, Sosia, esos sesos de esas piedras, júntalos con la cabeza de nuestro desdichado amo. ¡Oh día de aciago, oh arrebatado fin!
Y arriba, estaba la desdichada Melibea:
¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¡Mi bien y mi placer se han convertido en humo! Mi alegría está perdida; se ha acabado mi dicha. Oh, Lucrecia, tu señora es ahora la más triste de las tristes. ¡Qué tan poco tiempo he poseído el placer y que tan rápido me ha llegado el dolor!
Señora, no te arañes la cara ni te tires los cabellos. ¡Vamos! ¡Anima tu corazón! Levántate, por Dios, que te va a oír tu padre. Ten fuerza para sufrir la pena, como tuviste osadía para gozar el placer.
¿No oyes a esos mozos allá abajo? ¿No oyes sus tristes cantares? ¡Muerta se llevan mi alegría! No es tiempo para que yo viva. ¿Cómo no gocé más del gozo? ¡Oh ingratos mortales, solo reconocéis vuestros bienes los perdéis.
¡Vamos, anímate!, que no te encuentren en el huerto. Vayamos a tu cuarto donde te acostarás. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, porque este no se puede descubrir.
Pero Melibea no le hizo caso a su fiel Lucrecia; corrió por las escaleras hasta lo más alto del mirador, mientras la criada corría a avisarle a su padre. Salieron juntos hasta la explanada y desde allí vieron a Melibea de pie al borde de la torre.
Melibea, hija, ¿qué haces allí sola? ¿Qué es lo que quieres? ¿Quieres que suba?
Padre mío, no intentes subir adonde estoy que estorbarás lo que quiero decirte. Mi fin ha llegado; la hora de mi alivio y la de tu pena y soledad. No necesitarás dulzainas ni tamboriles para calmar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No me interrumpas con llantos ni con palabras. Si lo haces, quedarás más quejoso y triste por no saber por qué me mato que adolorido por verme muerta.
Hace muchos días un caballero penaba de amor por mí... se llamaba Calisto. Era tanta su pena de amor que descubrió su pasión a Celestina y ella vino a mí y me sonsacó mi secreto amor por él. Empleó sus artes de hechicera y de astuta alcahueta para concertar el encuentro, y yo, vencida por mi amor por Calisto, le dejé entrar en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito y perdí mi virginidad. De ese yerro deleitoso de amor, gozamos casi un mes.
Anoche vino, como era acostumbrado, a encontrarse conmigo, pero como la Fortuna es voluble, el muro alto, la noche oscura, la escalera frágil, los criados que traía torpes, y él, que al oír un ruido en la calle, bajaba con ímpetu y de prisa, no vio bien sus pasos, puso el pie en el vacío y cayó, y por esa triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y por las paredes.
Las hadas cortaron el hilo de su vida y con eso cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Sería gran crueldad, padre mío, que él muriera despeñado y yo viviese apenada.
Su muerte invita a la mía. ¡Invítame, muerte, con fuerza y que sea rápido, sin demora! ¡Muéstrame que ha de ser despeñada para seguirle a él en todo! ¡Oh, mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. ¡Oh padre mío muy amado! Te ruego que juntos sean nuestros funerales y que juntos queden nuestras sepulturas. Saluda a mi querida y amada madre. Dile la razón por la que muero.
¡Gran placer tengo en que no esté presente! Dios quede contigo y con ella. A él le ofrezco mi alma. Padre, pon en lugar seguro este cuerpo que allá baja.